«Historia triste de un huevo verde»

No sé cómo contar esta historia triste, sin que lo parezca. No sé cómo hacer para que sea humana cuando de humana no tiene nada. Y no sé cómo me meto en estos embrollos cuando yo no los busco; simplemente paso por allí y me envuelve el huracán. Bueno, ahí va.

– Padrecito, me pidió Mica, que viene de Micaela, visite a mis abuelitos y a mi mamá, que están muy enfermitos y no pueden acudir a la iglesia. Aquisito, no más…

Y yo me tragué el anzuelo, pero pronto descubrí que el “aquisito, no más”, quiere decir una hora de camino. Sin embargo, como a mí me gusta caminar, no me importó el “paseíto”. Tampoco me importó el barro del camino, pues ahora tengo buenas botas. Ni me importó la casucha de adobe, puesto que yo no vivo en ella. Ni que me engañaran, ya que los abuelitos no estaban enfermos ni mucho menos y la que estaba enferma no quería saber nada de la Iglesia …

Pero mi castillo y mi indiferencia se derrumbaron ante el drama de cada una de las personas que allí se amontonaban. Sonrisas y lágrimas, como en la película. Yo sólo dije “buenos días, cómo está usted” y ya no pude hablar más. Tomó la palabra la madre de Mica, una vieja de cuarenta años, que se retorcía de dolor y apretaba el vientre al tiempo que me relataba la razón de su desesperación.

– Mal, padrecito. Tengo un cáncer que me come la vida. Y así llevo ya más de un año. Hemos vendido la vaquita para pagar la operación, pero no nos llega la plata para las medicinas. De repente me muero… No hay remedio para mí… Ni esposo me queda ya. No trabaja y se pasa el día “tomando”… Hasta mi hijita de cinco años le insulta: “ahí viene ese borrachote…” Y me dice que no le deje entrar en casa. Nos apalea, a mis hijos y a mí… Deseo que se muera de una vez… Yo también me muero… No sé qué hacer…

Los puntos suspensivos indican silencio y tiempo para secarse las lágrimas y limpiarse la nariz con la colcha de la cama… Y en ese momento hace su entrada triunfal, la abuela más dicharachera y parlanchina del Perú. Es la que pone el chiste y provoca las risas, unas risas tan forzadas como mi presencia en aquel teatro de dolor. La abuela es la que haciendo un “extraño” acto de desprendimiento, vendió la vaca para la operación de su hija. Es la que ayuda a espaldas del abuelo, bigotudo y muy violento, que al menor contratiempo saca el machete a relucir y lo tiñe de sangre. Yo trago saliva y por nada del mundo se me ocurre llevarle la contraria…

Veo que toda la casa es una pieza dividida en dos por una tela. Veo que hay tres camas para seis personas. Veo que el hermano y la hermana tienen que dormir juntos, También, que el cuarto de baño está detrás de la palmera que hay en la huerta, donde pasta una oveja y picotea una gallina. Veo también que el agua corriente es la del arroyo cercano y la luz, la de una vela. Y mientras las silenciosas lágrimas de Mica, caen sobre la cabeza de su hijo de tres años, su madre, la del cáncer en el útero, retoma la palabra.

– Mucho me preocupa mi hija. Si muero, va a quedar sola con su hijito. Dejó de estudiar a los quince años, cuando vino el bebito. El hombre que la dejo embarazada, quería que abortara, pero yo me opuse, porque es un asesinato y eso lo castiga Dios. Y están mis otros dos hijitos también…

Resumo el drama. Mica, llora. Su hijo camina descalzo por el barro. La madre se retuerce de dolor. La abuela parlanchina, por suerte, se ha ido. No hay bombilla que cuelgue del techo, aunque tienen una vela. El cuarto de baño está detrás de la palmera. El padrastro de Mica es un borrachote violento. La del cáncer debe ingresar mañana en el hospital pero no tiene dinero para el viaje. Han pasado veinticuatro horas y la enferma ha podido viajar, pero en el hospital no hay “anestesiólogo”. La gallina que picoteaba dormita acurrucada dentro de la casa. Se pone el sol, ajeno a tanto dolor…

Mica ha venido a la eucaristía de las ocho y ya no llora. Me trae un regalo pero tiene vergüenza de dármelo porque, dice, es poca cosa. Yo le animo y le digo que seguramente es el mejor regalo que haya recibido en Perú.

– Tenga, padrecito. Es el huevo verde que le daba a usted tanta risa. Teníamos veinte gallinas pero murieron todas menos una, la que puso el huevo.

Ahora soy yo el que se emociona ante tanta ingenuidad y sencillez, y tengo que cambiar de tema. Pregunto cuánto dinero tiene hasta que venga su madre. Ella se resiste y ante mi insistencia, confiesa sin levantar la mirada:

– Dos soles (medio euro) para mis dos hermanitos, mi hijo y yo. Pero de repente mi mamá viene dentro de una o dos semanas… Mañana Domingo, hay mercado y llega fruta de la selva. La que está golpeada está más barata. Pero tenemos cebollitas en la huerta. No necesito dinero, padrecito, gracias…

Ya son las doce; todas las historias finalizan a esta hora y tienen el color de la noche, lo siento. Mientras escribo esta historia tengo delante el huevo verde de la única gallina de la familia. Confieso que nunca había visto un huevo verde, ni me imaginaba que se pudiera esconder una historia tan triste a la sombra de un huevo verde, de gallina criolla del Perú.

P. Arsenio Díez, CSsR