Dios pisa suavito

¿Qué tendrán los bebés que los hace tan entrañables, tan achuchables? ¿Será su pequeñez? ¿Será la ternura que inspira su fragilidad? Cada milímetro de su ser parece diseñado para ser amado, mimado, cuidado. Y así es. Fuimos diseñados para ser amados, fuimos concebidos desde la ternura de un Dios que nos miraba y amaba profundamente y solo era capaz de ver lo mejor de nosotros. Como cualquier madre y padre que miran al fruto de sus entrañas.

Pero en el corazón humano anida un espíritu casi innato de ambición que nos daña. Una mezcla de egoísmo y soberbia que hizo al hombre pecar y alejarse de Dios. “Todo niño quiere ser hombre. Todo hombre quiere ser rey. Todo rey quiere ser Dios. Solo Dios quiso ser niño”. L. Boff

En el antiguo Egipto los faraones eran auténticos dioses. Los “hijos de dios” en la tierra, su vida era sagrada y estaba aislada de la multitud de esclavos desgraciados que les rodeaban y servían. La fe cristiana que confiesa al Hijo de Dios, Jesucristo, asumiendo nuestra carne supone un giro copernicano que mezcla cielo y tierra, lo humano y lo divino, la gloria y la finitud. ¡Dios se humaniza, se encarna! Lo eterno se hace cercano. Y haciéndolo resalta la inestimable dignidad y valor infinito que habita en nosotros, en cada uno de nosotros. La fe en la encarnación de Cristo es una incuestionable llamada a la fraternidad, a descubrir el valor sagrado de cada vida humana, lo amable y valioso que es cada ser humano, mi hermano y mi hermana.

El Papa Francisco señala por ello algo evidente, que nace de nuestra fe y experiencia cristiana: “Nadie puede experimentar el valor de vivir sin rostros concretos a quienes amar. Aquí hay un secreto de la verdadera existencia humana, porque la vida subsiste donde hay vínculo, comunión, fraternidad; y es una vida más fuerte que la muerte cuando se construye sobre relaciones verdaderas y lazos de fidelidad. Por el contrario, no hay vida cuando pretendemos pertenecer sólo a nosotros mismos y vivir como islas: en estas actitudes prevalece la muerte”. (Fratelli tutti, 87)

Alfonso Junco es un poeta mejicano que nos dejó este precioso poema que es usado en la liturgia de la Iglesia. No tengo más que añadir, os invito a rezar y meditar con él.

“Soy una encarnación diminutiva;

el arte, resplandor que toma cuerpo:

la palabra es la carne de la idea:

¡Encarnación es todo el universo!

¡Y el que puso esta ley en nuestra nada

hizo carne su verbo!

Así: tangible, humano,

fraterno.

Ungir tus pies, que buscan mi camino,

sentir tus manos en mis ojos ciegos,

hundirme, como Juan, en tu regazo,

y, -Judas sin traición- darte mi beso.

Carne soy, y de carne te quiero.

¡Caridad que viniste a mi indigencia,

qué bien sabes hablar en mi dialecto!

Así, sufriente, corporal, amigo,

¡Cómo te entiendo!

¡Dulce locura de misericordia:

los dos de carne y hueso!” (poesía de Alfonso Junco).

¿A qué viene Dios naciendo cada nueva Navidad? A salvarnos de la soberbia, a liberarnos de la dureza de tener siempre razón, a rescatarnos del olvido de la fraternidad, del desamor. A hacernos mirar de nuevo a un recién nacido y recordarnos que así nacimos, sin nada más que necesidad de cuidados, ternura e inspirando amor. Y ahí hemos de volver.

 

Víctor Chacón, CSsR