18 Feb Una señal del cielo. Dom. I de Cuaresma
Aunque pueda sorprender a algunos, el arco iris, no asume originariamente ninguna reivindicación de género sino algo mucho más amplio y anterior. El pacto o alianza de Dios con todos los habitantes de la tierra. Es un símbolo de paz y protección divina. Génesis lo dice así: “Esta es la señal de la alianza que establezco con vosotros y con todo lo que vive con vosotros, para todas las generaciones: pondré mi arco en el cielo, como señal de mi alianza con la tierra”. Dios está con todas sus criaturas, y en cada nueva tormenta puntualmente, volverá a aparecer su signo multicolor en el cielo. Esto era un recordatorio de nuestra mutua unión y un símbolo de tranquilidad que viene a significar: Dios nos cuida, Él sigue ahí, silencioso pero presente, en cada tormenta que atravesamos. Como dice el salmo 24, “recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas”.
El inicio del evangelio de Marcos que retomamos esta Cuaresma señala que “El Espíritu empujó a Jesús al desierto”. Curioso verbo, “empujar”. El Espíritu es fuerza, dinamismo, que actúa eficazmente, pero cuya acción ha de ser consentida. ¿Qué fuerzas te empujan a ti? ¿Qué te mueve en la vida? ¿Dios, el amor, tu familia, tu ego, tu…? El Espíritu sólo tiene fuerza en quienes se dejan empujar por él, no fuerza, no impone, no violenta. Es el modo de actuar de Dios que, aunque todopoderoso elige “autolimitarse”, donándonos auténtica libertad a los humanos, incluso para negarle. He aquí el sentido de las tentaciones, que son aquellas cosas que nos prometen plenitud y protección (como el arco iris del cielo), pretenden suplantar a Dios. Pero en realidad no son más que ídolos, cosas pasajeras que no pueden salvar. Tan solo pueden distraer y entretener, de ahí su peligro. Distraen y dispersan nuestra atención e impiden que nos concentremos en lo importante: el amor a Dios y a los hermanos.
Por último, la carta de Pedro aporta otra clave importante: “el bautismo que actualmente os está salvando no es purificación de una mancha física, sino petición a Dios de una buena conciencia”. A veces hemos estado en la Iglesia obsesionados con ver el pecado como “mancha”, “impureza” o “imperfección” y nos hemos olvidado de poner en el centro a Dios, nuestra relación con Él, y no al pecado. Sin querer o queriendo se ha neurotizado a mucha buena gente que ha dejado de buscar a Dios y vivir con “una buena conciencia” como señala San Pedro. El problema no es que tu pecado hiera a Dios (que es todopoderoso) ni que te aleje de conquistar tu salvación con tus méritos (que es una clave terrible y engañosa, pues solo Dios salva); el problema es que tú dejes de buscar su gracia, su presencia, su luz, que te acostumbres a la mediocridad, que dejes de pensar que Dios espera algo de ti y que tu vida encierra una preciosa promesa y realidad que es el reino de Dios, su Paz, su Bondad, su Justicia, su Amor. Eso está en potencia ya en cada uno de nosotros. Y será realidad en la medida que acojamos y nos dejemos empujar por su Espíritu.
Víctor Chacón, CSsR