“El que acoge a un niño en mi nombre, me acoge a mí”. (Dom XXV del T.O.)

 

Que Jesús fue un profeta incómodo no hace falta demostrarlo. Si hay dudas basta con mirar el desenlace de su vida en la cruz, que tuvo que encajar y asumir como parte necesaria e inevitable. Digamos que la integridad es una virtud siempre molesta. Para quien la vive, por lo mucho que le exige, y para quienes la contemplan desde fuera, por lo mucho que les incomoda y abochorna ver a alguien íntegro. Jesús con su Amor total por Dios y por cada vida humana, en especial aquellas más maltratadas y olvidadas, se convierte en un “bicho raro” que no se atiene a las costumbres religiosas de la época y que las cuestiona. En este sentido se cumplen en Él proféticamente las palabras de Sabiduría: “Acechemos al justo, que nos resulta fastidioso: se opone a nuestro modo de actuar, nos reprocha las faltas contra la ley y nos reprende contra la educación recibida”. Criticar es muy fácil y barato. Cuestionar a Jesús era muy difícil, pero ser cuestionado o tambaleado por su entereza y su fe, era muy fácil.

Santiago continúa en su carta con un análisis lúcido de lo que ocurre a los creyentes: “Ambicionáis y no tenéis; asesináis y envidiáis y no podéis conseguir nada, lucháis y os hacéis la guerra, y no obtenéis porque no pedís. Pedís y no recibís, porque pedís mal, con la intención de satisfacer vuestras pasiones”. ¿Quién es el centro de tu vida y tu oración? ¿Dios o tú mismo? ¿Tus deseos o el deseo de hacer la voluntad de Dios? Porque no es lo mismo. De hecho, lo cambia todo. Pedís mal, dice Santiago. Nuestra oración a veces está herida en la raíz, en aquello que buscamos y en el camino que queremos que sea. En lugar de buscar el camino de Dios, trazamos el nuestro e ignoramos a Dios. Como los discípulos que, carentes de la mínima sombra de empatía, discuten sobre quién es el más importante mientras Jesús les anuncia su pasión y muerte, que cada vez presiente más cercana. ¡Qué miserables y qué humanos son estos Apóstoles! ¡Qué paciencia tuvo que tener Jesús con ellos!

Su gesto profético lo dice todo: tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: «El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado». Mientras ellos ambicionan y buscan poder y se enzarzan en discusiones absurdas… Jesús demuestra su humanidad, su ternura, su capacidad de amar incondicionalmente a un ser débil, vulnerable y necesitado de ayuda, un niño. En su tiempo y en aquella cultura patriarcal a los niños les correspondía el último lugar de la familia, debían callar y escuchar a sus mayores. Aprender de los abuelos la historia de su pueblo. Jesús aprovecha este último lugar que ocupan los niños, para recordarle a los doce que ése debe ser también el lugar de cada uno de ellos: servir y no ser servidos; aprender de los demás y no ir dando lecciones; acoger y recibir todo de los demás; amar y no buscar solo ser amados. Les invita a redescubrir su propia fragilidad, a caminar como niños de la mano de Abba, su Padre. ¿Nos atrevemos a ser como niños? Ojalá que sí. Un niño tiene muy pocas seguridades, pero confía inmensamente en sus padres. Para él, sus padres ¡son todo! ¡son su vida entera! A esto invitó Jesús a sus apóstoles. Y te invita a ti y me invita a mí.