27 Abr El Dios de nuestros desánimos. Domingo III de Pascua.
El Evangelio de hoy relata una escena dura que, por fortuna y por fe, acaba muy bien: “Simón Pedro les dice: «Me voy a pescar». Ellos contestan: «Vamos también nosotros contigo». Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada”. Los apóstoles tienen que volver a la rutina, a sus vidas de antes, a su cansancio habitual. ¡qué poca motivación se percibe en las palabras de Pedro y de los otros! Y encima sin ningún resultado después de haber bregado toda la noche. La decepción y frustración no podían ser mayores. Otra noche sin nada, nos merecíamos algo pensaría más de uno.
En esos momentos se les acerca el Señor y les orienta. “Echad las redes a la derecha y encontraréis”. Podían no haberle echo caso, haberle tomado por un loco o iluminado, pero algo en el fondo de sus corazones les sonaba familiar, aquella voz, aquella presencia. Jesús no se había ido del todo, y efectivamente así era. El milagro de aquella pesca les abrió los ojos, ¡era el Señor! Dice el texto de Juan que “Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor”. Tenían la certeza y el gozo claro después de aquella pesca, de aquella presencia sorprendente, de aquella irrupción de lo divino que lo había cambiado todo.
Después el texto sigue con las tres preguntas a Pedro, “Simón Pedro, ¿me amas? Apacienta mis corderos”. Tres veces como tres fueron las negaciones de Pedro. Ahora por tres veces le da la oportunidad de confesar su amor y su fe en Cristo. Le rehabilita como apóstol, sana su herida, perdona su pecado. Lo curioso es que el Amor a Jesús va unido a cuidar sus ovejas (los suyos) y va unido a seguirle (sígueme le dirá Jesús al final). Nadie puede seguir a Jesús y no amarle, amarle y no cuidar de los suyos. Van de la mano estas actitudes, es un compromiso mutuo y recíproco. No vale solo con tener una alta vida de oración, o buscar un seguimiento estrecho y místico, estoy, como Pedro, llamado a cuidar sus ovejas, de los suyos. Sólo así nos unimos en plenitud al resucitado, a su obra de salvación y Vida.
El Dios de nuestros desánimos es el que se acerca en nuestras horas bajas y nos envía mensajeros y mensajes nuevos: una puesta de sol, una visita, una palabra bonita que alguien nos dice… él siempre sabe hacerse presente. Colarse por alguna rendija, como hace con este Pedro triste que aún se sentía menos apóstol que el resto por su traición. Sin embargo, en Hechos Pedro contesta a quienes los increpan: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”, no podían dejar de enseñar y hablar de un Dios tan maravilloso aunque se lo prohibieran, aunque pudiera costarles la vida. Un Dios así lo merece todo, lo puede todo y lo vence todo. Hasta nuestros peores desánimos.
Víctor Chacón, CSsR