13 Ene MEJILLONES POR NAVIDAD
Hola amigos de Icono. Os saludo con aire de fiesta. Es el día de Todos los Santos y se me ha contagiado la alegría y la chispa de Santa Teresa: “la verdadera santidad es alegría, porque un santo triste es un triste santo”. Y nuestra santa, con mucho acierto y mucha gracia continúa: “tristeza y melancolía no las quiero en casa mía».
Pero yo no busco un santo de “los de retablo”, sino uno que esté un poco más abajo. El Papa prefiere, como yo, esos santos de “andar por casa”, de “la puerta de al lado”. Esos santos que demuestran su santidad, ayudando a los pobres, a los hambrientos y a los necesitados. Estos son los más auténticos, al menos para mí.
Bien, pues acabo de conocer a un santo que no aparece en el santoral, pero su testimonio es sencillamente, sobrecogedor. Su hija, entre risas y lágrimas, me muestra varios libros de facturas en los que su padre, apuntaba lo que fiaba a muchas familias necesitadas del pueblo. Fiaba y después no cobraba. Como lo oyen: vendía el género, apuntaba y no cobraba a los que no podían pagar. ¡Vaya un negocio!
- Francisco se llamaba mi padre y toda su vida la pasó en Cazorla. Trabajaba en la tienda que teníamos, mientras mi madre, se iba a la misa de la mañana. Decía que si empezaba el día recibiendo al Señor sería un gran día. La obsesión de ambos era que mi hermana y yo estudiáramos, y que fuéramos buenas personas. ¡Estudiar, estudiar…! Mis padres, eran muy devotos de la Virgen del P. Socorro; los dos acudían a rezar a la virgen, cuando íbamos a Granada…
- Oye, no cambies de conversación, que estamos hablando de tu padre…
- Ay, perdona. Es que me da vergüenza hablar de él… Pues, verás. Tendría yo seis años y veía con extrañeza y dolor, que mis padres tenían pequeñas, pero frecuentes riñas. Mi hermana y yo nos poníamos tristes, pero mi madre, nos calmaba diciendo: “nos os preocupéis, que tu padre y yo nos queremos mucho. Sólo son discusiones de trabajo…” Y de nuevo volvía la paz a nuestras caras. Teníamos una familia preciosa, nunca nos ha faltado nada, vivíamos bien…
- Al grano, por favor.
- Sí si… Pues pasaron los años y seguían las discusiones. Yo, comencé a investigar y una tarde escuché lo que mi madre le decía a mi padre: “¡No tienes que fiar tanto! Piensa en tu familia. ¡Nos vas a arruinar! No sólo les fías la comida, sino que el coche lo tienes siempre a su disposición. Ni la gasolina te pagan. Que Dios nos manda ser buenos, pero no tontos…”
- ¿Tan grave era el asunto?
- Grave, grave, de verdad. Mi hermana y yo comentábamos que mi padre se pasaba de bueno y que mi madre llevaba razón. Pero yo quería tanto a mi padre que todo o veía bien. Él, sabía cómo sacarme una sonrisa en los momentos tristes.
- Me dejas de piedra…
- Mi padre era un hombre bueno, guapo y generoso. El problema era que mi padre ayudaba demasiado. Les fiaba, lo apuntaba en un libro de cuentas, pero muchos no le pagaban, porque no podían. Y él no se lo reclamaba. Este era el motivo de tantas riñas con mi madre. Nunca reconocimos el bien que estaba haciendo mi padre. Y ahora ya es tarde…
- No es tarde. Nunca es tarde. El bien no hace ruido, pero nunca pasa desapercibido
- Es cierto. Nosotros teníamos el mejor “supermercado” del pueblo. Y al morir mi padre encontramos los libros de facturas, donde apuntaba lo que le debían: ¡4 millones de pesetas! Eso, en aquellos años era mucho dinero. Ya sé por qué no éramos ricos je, je, je…
- Madre mía, ¡qué fuerte…!
- Mi hermana y yo nos quedamos de piedra. Nunca comentamos nada de este asunto. Guardamos los libros y hasta hoy. Nunca hemos reclamado a nadie porque así nos lo pidió mi padre. Han pasado 50 años y ya todo se ha olvidado.
- No creo que se haya olvidado.
- Bueno todo no, porque el año pasado me llegó una señora mayor, no diré su nombre, y me dice: “Estoy en deuda con tu padre. No te imaginas cuánta hambre nos ha quitado tu padre. Mis hijos han comido muchos días, gracias a tu padre. Me daba pan por debajo de la reja, cuando nadie nos veía, para que a mí no me diera vergüenza. Y nunca me lo cobraba, porque yo no tenía… Él apuntaba, pero nunca me cobraba. Y nadie se enteraba. Por eso quiero daros las gracias antes de morirme. ¿Cómo puedo yo pagar tanta ayuda?”
- Y ¿cómo reaccionaste?
- Pues me puse a llorar como una tonta. Y respondí con el corazón: “señora, ya me ha pagado usted hablando bien de mi padre. Rece por él y es más que suficiente”
- Pero no queda aquí la cosa…
- No, porque meses después se me acerca un señor y me dice que quiere cumplir la última voluntad que su madre le encomendó antes de morir. Y me lee un papel con estas palabras: “Quiero que les deis las gracias a esta familia… Éramos once hermanos y hemos salido adelante gracias al señor Francisco. Nunca llegábamos a final de mes. Nadie en el pueblo nos fiaba. Él nos lo apuntaba y pagábamos cuando podíamos, o no pagábamos…” Y sigue este señor: “mi madre nos contaba que siempre nos regalaba algo por debajo de la puerta. Y una navidad nos regaló, una caja de polvorones, un bote de aceitunas, pan y una lata de mejillones. Y aquella fue la Navidad más maravillosa del mundo. Y mi madre decía que tu padre era un gran santo…”
- Termina, por favor…
- Pues que estoy orgullosa de mi padre. Pero tengo un gran pesar: nunca abracé a mi padre para decirle lo mucho que le quería. Se murió en silencio, sin hacer ruido, una mañana de invierno cerca ya de la Navidad
- Despídete de tu padre…
- Gracias papa. Nunca quisiste sobresalir y mira por dónde, ahora eres el protagonista de esta historia de Navidad. Hazme un sitio a tu lado junto al portal de Belén. ¡Gracias papá!
Arsenio