13 Jul Domingo XV del T. O. “Salió el sembrador a sembrar”
“Está embotado el corazón de este pueblo, son duros de oído, han cerrado los ojos”. El mal de los creyentes que, al fin y al cabo, es el mal humano, es la dureza de oído y de corazón. La resistencia a acoger al otro, sus ideas, sus necesidades o sus consejos. A Dios también le pasa… quiere comunicarse con su Pueblo, con sus hijos, y experimenta que no es posible. Su mensaje no llega ni es acogido. La parábola del sembrador da cuenta de que la misma semilla puede dar mucho fruto (en algunas tierras), poco en otras, y ninguno en otros lugares. Todo depende de cómo es acogida, de la preparación de la tierra. Es interesante pensar esto: ¿mi vida es tierra buena dispuesta a acoger la semilla de la Palabra de Dios? ¿Mis opciones, mis gustos, mis prioridades… son compatibles con la Palabra evangélica o pueden convertirse a veces en terreno pedregoso que dificulte la acogida? Habrá que desempedrar… No basta con acoger la Palabra con alegría o ir a la Eucaristía con gozo porque me gusta la música que suena o el sacerdote que habla… si no hay raíz, la semilla se seca. Si no hay constancia, lo sembrado se agosta. Ojalá creemos las condiciones buenas para que la fe arraigue en nosotros y nos dejemos modelar por Dios. La fe es un injerto -por seguir con la metáfora botánica- pero un injerto que transforma nuestra esencia, que toma posesión de nosotros y va “haciéndonos suyos” poco a poco, si nos dejamos.
Esta semana leíamos la elección de los Apóstoles en San Mateo y Jesús, en este pasaje, “da autoridad a los apóstoles para expulsar malos espíritus y curar toda enfermedad y dolencia”. Es decir, Mateo asocia la llamada del seguimiento a Jesús con la tarea de sanar y expulsar espíritus: preocuparme de mis hermanos, de mi prójimo. La fe no es un don individualista, sino un don de Dios que nos pide estar disponibles para los hermanos. Por eso es bueno que me pregunte: ¿Vivo la fe para mí mismo, para mi tranquilidad y bienestar? ¿O soy instrumento de consuelo y sanación para otros? ¿A quién consuela y sana mi fe? ¿Qué malos espíritus ahuyenta? Y es que olvidar esto, es renunciar al sentido social y comunitario de la fe cristiana que le es esencial e irrenunciable. Somos Pueblo de Dios, y seguimos a Cristo como comunidad y en comunidades. Habrá que recordarlo. Hay grupos demasiado encantados de “conocerse a sí mismos” y enamorados de su forma y metodología. Pero lo importante no es eso, sino sanar, expulsar espíritus malignos y ayudar a los hermanos dejando que la Palabra buena se siembre en ellos y dé frutos, en unos 60, en otros 90 y en otros 100. El que tenga oídos para oír, que oiga.
Víctor Chacón, CSsR