21 Feb Matar la idolatría para nacer de nuevo. Domingo II de Cuaresma.
Dios dijo: «Toma a tu hijo único, al que amas, a Isaac, y vete a la tierra de Moria y ofrécemelo allí en holocausto en uno de los montes que yo te indicaré». Abrahán era viejo. Toda su vida había soñado con tener una familia grande, con ser bendecido con muchos hijos. Era sin duda el anhelo más profundo y serio que había en su corazón. Se había hecho viejo y sí, Dios le prometió una larga descendencia incontable, pero solo le llegaron dos hijos Isaac (de su mujer Sara) e Ismael (de Agar, su esclava). Su hijo preferido era Isaac no había duda. Era el legítimo y el heredero. Todos sus sueños y propósitos de futuro giraban en torno a él. Probablemente le amaba demasiado, con toda el alma, más que a su vida. Este amor insano y posesivo es el que Dios quiere reconducir. Sin quererlo ni darse cuenta ha hecho de su hijo un ídolo, un “semidios” incuestionable, una obsesión total que le ciega. Esto es lo que Dios le pide sacrificar. Dios no quiere la vida de Isaac, no es un Dios violento ni sanguinario y por eso, cuando le ve elegir sensatamente (y sacrificar el ídolo que se había formado en su corazón) le dice: «No alargues la mano contra el muchacho ni le hagas nada. Ahora he comprobado que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, a tu único hijo».
Dios no pide nada que Él mismo no dé y haya hecho ya antes. Me explico, lo dice San Pablo con estas palabras: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros”. Dios tampoco se reservó a su hijo, sino que nos lo dio todo por entero. No le protegió librándolo del dolor y de la injusticia. Sino que permitió que también en esto fuera humano y desgraciado, como uno más. Y Cristo elige afrontar así su destino. Sabiendo del amor, el apoyo y la protección de su Padre. Que nunca deja de quererle aunque no le libre espectacularmente de sus acusadores y asesinos. No hay efectos especiales. La muerte de Cristo ocurre en el anonimato, la sordidez y el desconcierto.
Pablo sigue haciendo preguntas interesantes: ¿Quién nos va a acusar si Dios nos justifica? ¿Quién va a condenar si Dios nos salva? Y efectivamente, es difícil encontrar fiscal que nos incrimine si Dios es el abogado defensor. Y gracias a Dios (permitid el pleonasmo) la salvación depende de Dios y principalmente de él. De Jesucristo, su enviado especial “para la salvación del mundo”.
Jesús se transfigura delante de Pedro, Santiago y Juan. Su trío de amigos íntimos que participan de algunos momentos exclusivos de su vida, ya sean de gozo (la transfiguración y alguna curación) o de dolor (Getsemaní). No hay muchos detalles. Es un anticipo de la Gloria de la resurrección, un destello o muchos, del poder divino que hay en Jesús. Luz y color blanco, no se nos dice mucho más. Ah, sí, y una voz que dice: «Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo». La Cuaresma nos da tiempo y oportunidad de recuperar esta conciencia. De Jesús como Hijo muy amado del Padre. Y nuestra como hijos muy amados también, pues valemos el precio de la sangre de Jesús, así lo quiso el Padre. Escuchar a Jesús es un buen ejercicio de Cuaresma. Buscar sus palabras y hacerlas mías, pensar que a mí las está diciendo todas y cada una de ellas. Os invito a hacerlo.
Víctor Chacón, CSsR