Domingo XX del tiempo ordinario, APRENDER A BENDECIR Y SER ENVIADOS

 

“Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca”. Hay una total y absoluta diferencia cuando uno aprende en la vida a bendecir y agradecer, en lugar de a exigir y esperar. Esta actitud, tan creyente, de bendecir es un acto de humildad. Uno vive reconociendo que, aunque no merece nada ni se nos debe nada, todo es don y gracia… Vivir es un regalo. Cada día es una prórroga del partido, que tiene sus sorpresas y cosas buenas, no solo contratiempos. Aprender a bendecir, es un don que hemos de pedir y cultivar en nosotros. Fijar nuestra atención en las cosas buenas recibidas y vividas cada día (despertarnos bajo techo, una taza de café, una suave brisa, flores en nuestro camino mientras paseamos, la sonrisa de un bebé desconocido… y tantas miles y millones de cosas buenas que ocurren cada día silenciosamente a nuestro lado). La actitud exigente, despótica, de quien se cree merecedor o acreedor de la vida no ayuda a disfrutarla en absoluto. Con la vida y con Dios somos deudores, no acreedores. Hay quien vive en una permanente oficina del consumidor, reclamándole a la vida por defectos e imperfecciones en lo que esperaba… Es bueno salir de estos lugares de enfado y gritos (que suelen ser las oficinas de reclamación) y pisar humilde y serenamente la tierra sin exigir nada ni esperar nada. Viviendo en paz y gracia cada momento, porque así nos lo regala el Jefe.

Seguimos leyendo el discurso del pan de vida de Juan: “en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”. Comer este pan para tener vida en nosotros. Este pan contiene una promesa de eternidad, de vida eterna. Comerlo es participar de la mesa del Cielo en anticipo y ser invitado a compartirla eternamente un día junto al Señor. La eucaristía es prenda de salvación, camino al cielo. Hemos de acercarnos con alegría a este sacramento que es testamento de Amor de Cristo. Literalmente lo es, expresa sus últimos deseos y enseñanzas: el lavatorio de pies y el mandato del amor. La invitación a en todo amar y servir a los hermanos. Si en algunas épocas se acentuó demasiado la excelencia y pureza ritual que reclamaba un rito tan sagrado y santo; os invito hoy más bien a saber y creer que este rito también nos purifica y santifica al celebrarlo. Lo señalan San Ambrosio, San Agustín, San Juan Crisóstomo, San Alfonso… que lejos de alejarnos de este sacramento, nos invitan a sentarnos a la mesa y comer con gozo del Pan de vida, semilla de eternidad.

“Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí”. Comer de este pan implica una tarea, una misión. Vivir por Cristo, en lugar de Jesús. Comer la Eucaristía supone identificarse con su forma de vida compasiva y servicial, acogedora y fraterna, donde el amor y la paz son emblema y compromiso cotidiano que animan y dan sentido a todo. El que me come vivirá por mí. Esto creemos y hacemos. Tratamos de vivir en su lugar, no quitando a Cristo su puesto, sino prolongando su presencia. Todavía hay muchos leprosos y tullidos que animar y consolar, pecadores que perdonar, adúlteros que sanar y abrazar para que sientan el verdadero amor que da todo sin exigir nada, que permite vivir la vida como don y gracia, como bendición que invita y enseña a bendecir.

Víctor Chacón, CSsR