Domingo XXXIII del T.O.: SIN MIEDO Y FIELES A LO PEQUEÑO, ESTO NOS SALVA.

 

Nos toca hablar del final de los tiempos, aunque no sea nuestra principal preocupación, que quizás es llegar a final de mes o a final de curso vivos y con un poco de dignidad (permítaseme la exageración). Que no vivamos con miedo y pavor a la venida del Señor, al Juicio o a nuestra propia muerte, me parece una victoria oportuna de la teología de la Resurrección y de la Salvación de Cristo. Nuestro salvador nos hace vivir, nos regala el vivir de un modo nuevo, sin miedo.

Dice el profeta Malaquías: “Llega el día, ardiente como un horno, en el que todos los orgullosos y malhechores serán como paja; los consumirá el día que está llegando, dice el Señor del universo”. Ante el día final y la posible condenación, usando la imagen del fuego, el profeta habla de dos tipos de personas que especialmente van a combustionar bien: orgullosos y malhechores. Los que obran la maldad y los orgullosos/soberbios. Estos últimos pecan especialmente porque se fían más de sí mismos que de Dios. Tienen un amor propio exagerado, que empaña y deja poco espacio al amor a Dios y a los hermanos. Que Dios nos guarde del orgullo excesivo. Es bueno que nos preguntemos: ¿Caigo yo en el orgullo o la soberbia? ¿Me dejo corregir o cuestionar por los demás o me sienta siempre mal? ¿Vivo demasiado pendiente de mí mismo y de mis cosas?

San Pablo da un repaso a los Tesalonicenses por si se despistan con la preocupación del final de los tiempos: “Ya sabéis vosotros cómo tenéis que imitar nuestro ejemplo: No vivimos entre vosotros sin trabajar, no comimos de balde el pan de nadie, sino que con cansancio y fatiga, día y noche, trabajamos a fin de no ser una carga para ninguno de vosotros”. Pablo les recuerda que ellos han trabajado y no se han aprovechado de nadie. Y que la actitud cristiana es ésta: no ser gravoso a nadie, y si le puedo hacer un bien a alguien, se lo haré. Trabajar puntual y responsablemente en mi tarea. Y si puedo poner pasión y cariño y una sonrisa al trabajar, mucho mejor.

Pablo detecta y combate la holgazanería de algunos: “el que no trabaje, que no coma”. Y ataca de raíz la cuestión. Ayudar a entenderse a cada miembro de la comunidad como alguien que suma, que sirve y que aporta. Decían Les Luthiers, el grupo cómico, con su habitual sorna: “la pereza es la madre de todos los vicios, y como madre hay que respetarla”. San Pablo no estaría muy de acuerdo, aunque quizás se riera.

Jesús hace en el Evangelio de hoy una profecía del final del templo: “Como algunos hablaban del templo, de lo bellamente adornado que estaba con piedra de calidad y exvotos, Jesús les dijo:
«Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida»”.
Jesús ataca la vanidad de los judíos de aquel tiempo que se enorgullecían en exceso de su templo, de su belleza. Y les contesta con esa profecía tan realista de que, ése templo como cualquier otra construcción humana, pasará. Nada resiste eternamente, solo Dios. Esto era como decir: Cuidado a dónde ponéis vuestra seguridad y vuestra confianza, porque puede desaparecer. No podemos vivir apoyados sólo en la belleza del templo, ni de nuestras casas o coches, o nuestro vestido. Cuidado con alimentar en nosotros una existencia frívola y superficial, que no es capaz de mirar a Dios y a los hermanos, que no es capaz de ser compasiva y solidaria.

“No tenéis que preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. Jesús nos da también la promesa de consuelo y salvación, prometiendo el Espíritu que nos ayudará con su sabiduría, que nos dará palabras. Es la perseverancia la clave de la salvación. Como la hormiguita pequeña, que, aunque se rían de ella, sigue cargando sus migajas y las lleva al hormiguero para alimentar a los suyos. Nos hacemos cristianos y santos cuidando lo pequeño, lo insignificante… siendo fieles en nuestro deber, en la oración, en la ayuda y atención cotidiana a los demás, aunque se rían de nosotros. La risa de Dios que nos salva es más potente y luminosa.

Víctor Chacón, CSsR