Con un mismo Espíritu de Paz, Domingo II de Pascua (Divina Misericordia)

Hay pocas verdades cristianas tan fundamentales como ésta: “El Señor es bueno, es eterna su misericordia”. Lo rezamos hoy en el salmo 117. Si dudáramos de la bondad y la compasión divinas, cuestionaríamos lo más esencial y lo más amable de Dios. Dios dejaría de ser atrayente y empezaría a convertirse en un fastidio o en una pesadilla. Por eso es tan importante darle el lugar central que merece a la enseñanza y profundización de su misericordia. Él ES, sobre todo y ante todo, MISERICORDIOSO. En el Antiguo Testamento se repite con intensidad, hesed y êmet. Dios compasivo y fiel, lento a la cólera y rico en clemencia, que no está enojado eternamente y perdona con facilidad. Dios es tan compasivo (del latín con-passio, compartir los padecimientos) que se hace humano, para sentir como nosotros. Como dice Isaías: “para decir al abatido una palabra de aliento y a los cobardes de corazón “ánimo, no temáis”. Cualquier otra forma de expresión o transmisión de Dios que no deje un lugar muy fundamental a su misericordia y deseo de salvarnos, no hace justicia al Dios de Jesucristo que los evangelios nos revelan: Jesús compasivo que sana a los enfermos, exorciza a los poseídos, se acerca a los pecadores y come con ellos, toca a los leprosos y bendice a los malditos. Él no teme mancharse con nuestra carne, con nuestra vida, de la que nosotros tantas veces huimos, buscando subirle a Él -para subirnos también nosotros- a pedestales que lo alejan de la tierra. Pero el camino de Jesús siempre es hacia abajo, de kénosis, no de ascensos. (Lo siento por si alguno tiene alguna aspiración de grandeza: “el que quiera ser grande que sea esclavo de todos y servidor de todos” [Mt 20, 26] dijo el Maestro).

Son muchos los ejemplos que nos empujan a confesar entre lágrimas y gozo nuestro Amor a este Dios compasivo: el Buen Samaritano, la Adúltera liberada de la lapidación, el Hijo pródigo perdonado y acogido en casa de ese padre al que “se le conmovieron las entrañas”, la oveja perdida, la resurrección de Lázaro y del hijo de la viuda pobre, tantos y tantos milagros… Su misericordia nos cura. Sus heridas en la Pasión nos han curado, como confiesa Isaías.

La fe en su misericordia es equivalente a la fe en su poder, así lo confiesa San Juan en el Apocalipsis, en su destierro en la isla de Patmos, en su visión: “No temas; yo soy el Primero y el Último, el Viviente; estuve muerto, pero ya ves: vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo”. Creemos en el que vence toda dificultad y tiniebla, el que tiene las llaves de la muerte. Con lo cual Él nos ayuda en nuestras luchas y dificultades; nos ofrece su consuelo y su Luz. Él es el Viviente, Él tiene la Vida y la da a quien quiere. ¿Crees esto? Te hará bien rezar y pedir fe en Él como el Viviente, el vencedor de toda tiniebla.

El encuentro que narra el Evangelio de Juan con el resucitado es providente y de una fuerza inigualable. Los discípulos “en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos”. Con miedo y a oscuras, sin aire fresco, sin luz… Jesús se pone en medio de ellos y les dice: “Paz a vosotros” y les enseñó las manos y el costado. ¡Sus heridas! El resucitado conserva las heridas. Esas heridas cuentan una historia de dolor y sufrimiento, pero REDIMIDO, salvado, plenificado. Ellos se llenaron de alegría y acto seguido, para sellar su alegría, les entregó el Espíritu Santo que es Espíritu de Perdón, de Misericordia y por ello, Espíritu de Paz. Tomás se resiste a creer porque no estaba, todo aquello le desconcertaba. Su falta de fe le priva de la paz y del consuelo del resucitado. Y es que los evangelios -como apunta Juan- tienen un fin claro: “para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre”. Pidamos fe en esto.

Víctor Chacón, CSsR