“Dejar que Dios se manifieste”, Solemnidad de la Epifanía del Señor

 

“¡Levántate y resplandece, Jerusalén, porque llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, y su gloria se verá sobre ti”. Es la profecía de Isaías sobre Jerusalén, ciudad santa, “ciudad de paz” como significa su nombre. Aunque tantas veces esté en guerra, dividida y haya sido destruida 18 veces a lo largo de los siglos. Es una profecía de salvación que ocurrirá si Jerusalén se abre a la luz de Dios y deja a la gloria de Dios tomar posesión de ella. Si deja a Dios reinar en ella, expulsando a otros “reyezuelos de medio pelo” que tantas veces se le colaron, prometiendo plenitud y gloria, pero incapaz de darse paz a sí mismos. Esto también nos ocurre a cada creyente, no siempre dejamos a Dios reinar, manifestarse en nuestra vida, conquistar nuestra tierra, la tierra fértil que somos. Preferimos o quedar baldíos o en manos de malos agricultores que no siembran semilla sana en nosotros, o que nos explotan y dirigen por malos caminos. Necesitamos acoger la semilla divina, permitir su obra, calentarnos a su fuego… cuando seamos capaces de esto, se cumplirá lo que dice Isaías: “Entonces lo verás, y estarás radiante; tu corazón se asombrará, se ensanchará”. Un corazón asombrado y dilatado capaz de amar más, de servir más, de gozar con mayor profundidad.

Pablo a los Efesios les recuerda algo fundamental: “Hermanos, habéis oído hablar de la distribución de la gracia de Dios que se me ha dado en favor de vosotros, los gentiles”. La gracia que Dios nos da es siempre gracia llamada a fecundarnos y a dar fruto para los demás. Está llamada a germinar abundantemente. La obra de Dios es así. No nos deja yermos, sino que nos hace fecundos. No nos deja permanecer encerrados en nosotros mismos. Sino que nos llama a actuar en favor de los demás: sirviendo, amando, cuidando, acompañando… La gracia no solo santifica, sino que nos lleva a ser canales de Dios, que comunican su Vida, su amor divino.

Mateo recoge con claridad el propósito de la visita de los Magos de Oriente: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo». La adoración. Los magos salen, se ponen en camino con sus ofrendas, para rendir honor y adoración al que es mayor que ellos, al Mesías. Su misma visita, tres Magos del lejano oriente, siempre ha sido leída en la espiritualidad cristiana como un signo profundo de universalidad y salvación. El mensaje salvador de Cristo es para todos los pueblos. Y son todos los pueblos, representados en estos tres magos venidos de lejos, los que están llamados a adorar al Mesías. No como signo de sumisión o pleitesía mundana. Sino como apertura a la Luz gloriosa que es capaz de transformar nuestras vidas y abrirla a una esperanza que desborda toda lógica humana y toda gloria terrena. Adorar el misterio de Dios encarnado nos abre al Absoluto, en lo concreto, en lo cercano de nuestra realidad. Al Dios que no está allá lejos en el cielo, sino aquí cercano en la Tierra. En mi vida y en la tuya. Pero para esto necesitamos abrirnos a la fe, a la gracia y a su poder salvador, transformador. Que Dios brille en ti hermano, y que tú sepas adorarlo, reconocerlo y dejarlo actuar en tu vida.

Víctor Chacón, CssR