Domingo XXIII del T.O.: La compasión de Dios nos toca y nos hace hablar.

Marcos recoge este milagro hecho en tierras paganas: “dejando Tiro, pasó por Sidón, camino del mar de Galilea, atravesando la Decápolis”. Para él es importante marcar que Jesús ya no solo dirige su atención y predicación, su actuación salvadora, a los judíos. El pueblo de Dios escogido ha ensanchado sus fronteras. Y la pertenencia a él la decide no el lugar de nacimiento o las costumbres sino la fe en Dios, la apertura a su Palabra, la relación con él.

El relato de los hechos lo recoge así: “Le presentaron un sordo, que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga la mano”. La mudez como nos dicen los expertos en muchos casos es consecuencia secundaria de la sordera, ya que la desaparición del sentido del oído atrofia la capacidad de hablar. No puede hablar porque no escucha nada o casi nada, no tiene patrón de los sonidos a imitar. Y como resultado no puede comunicarse. El sordomudo que no puede comunicarse representa al hombre que recibe la fe. Sin escucha, sin abrir el oído a la Palabra de Dios, será imposible hablar de la propia fe (“Creí y por eso hablé” [2 Cor 4, 13] dice San Pablo, luego si no hablo… será porque no creo). Hay una correlación directa entre la escucha y el poder hablar de Dios. Y una asociación inmediata entre hablar de Dios y creer en él. No se entiende -Marcos no entiende- un creyente que no hable de su fe, que no dé testimonio. Esto nos desafía fuertemente en esta sociedad laicista y secularizada donde lo religioso estorba si no es como arte, o tradición folclórica que ver o fotografiar o de la que mofarse. ¿Soy capaz de hablar de mi fe con otras personas? La fe que no se comparte, se debilita… por eso tiene tanta importancia los grupos de fe, los espacios donde hablar, formarse, nutrirse y fortalecer la propia fe.

Me llaman la atención dos hechos en el relato de la curación. “Él, apartándolo de la gente, a solas, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua”. En una cultura judía llena de normas de pureza ritual y con pánico a la impureza Jesús no tiene ni miedo a mancharse ni asco. No teme contaminarse: Jesús toca, abraza, besa… y hasta mete dedos en los oídos y la lengua. Podía haberlo dicho de palabra y que ocurriera como en otras curaciones… pero no quiso hacerlo así. A alguien tan solitario, tan aislado, que no podía comunicarse con nadie ni le entendían, Jesús quiso tocarlo y que sintiera el cariño, la cercanía y la misericordia del Dios Bueno.

La carta de Santiago nos da otro aviso serio para crecer en autenticidad y coherencia de nuestra fe: no mezcléis la fe en nuestro Señor Jesucristo glorioso con la acepción de personas. “Al pobre le decís: «Tú quédate ahí de pie» o «siéntate en el suelo, a mis pies», ¿no estáis haciendo discriminaciones entre vosotros y convirtiéndoos en jueces de criterios inicuos?”. Hay que plantearse bien esto, porque no lo hacemos tan descarado quizás como Santiago señala, pero: ¿Cómo trato yo a las personas que vienen a mí? ¿A quién doy prioridad o escucho con más agrado? ¿A quién esquivo, evito o trato con distancia?

Todavía nos queda mucho para valorar, creer y hacer vida Evangelii Gaudium 24: “la Iglesia sabe «involucrarse». Jesús lavó los pies a sus discípulos. El Señor se involucra e involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los demás para lavarlos. (…) La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los evangelizadores tienen así «olor a oveja» y éstas escuchan su voz. Luego, la comunidad evangelizadora se dispone a «acompañar». Acompaña a la humanidad en todos sus procesos, por más duros y prolongados que sean. Sabe de esperas largas y de aguante apostólico. La evangelización tiene mucho de paciencia, y evita maltratar límites”.

Víctor Chacón, CSsR