Domingo XXVIII del TO: Aprendiendo a ser sabios y a valorar la verdadera riqueza

 

Sobre el valor de la sabiduría nos advierte la primera lectura: “No la equiparé a la piedra más preciosa, porque todo el oro ante ella es un poco de arena y junto a ella la plata es como el barro”. ¿Qué es la sabiduría? El conocimiento profundo de las cosas no dejándose guiar por la apariencia ni por la opinión ajena, es saber valorar lo valioso -valga la redundancia- y desechar lo inútil. Salomón la pidió a Dios como la mayor de las virtudes y la prefirió a riquezas y honores. En estos tiempos donde la imagen exterior y el marketing pesan tanto, corren malos tiempos para la sabiduría. No está de moda la sabiduría ni el pensar ni el escuchar a los que saben, a los sabios. ¿Para qué, si ya tenemos “inteligencia artificial”?

El hombre contestó a Jesús: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud». Jesús se quedó mirándolo, lo amó y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme». A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico. Aquel hombre que se acercó a Jesús le formuló una pregunta habitual, ¿qué he de hacer para salvarme, para lograr la vida eterna? Jesús le remitió a la Ley de Dios y los profetas, a la síntesis de los mandamientos. El hombre cometió un primer error, el exceso de seguridad en sí mismo: “todo eso ya lo he cumplido desde mi juventud”. Vivía en el mérito, acumulando sus buenas obras y su justicia… y se sentía muy seguro de sí. Jesús le invita a pensar que no hay salvación sin los hermanos. No hay amor a Dios en plenitud sin amor a los hermanos. No tiene sentido. Solo desde el compartir la vida y hacerse compasivos con los propios talentos y dones, se puede afirmar la fe en un Dios que es “El Compasivo”, “El Misericordioso” por antonomasia. ¿Realmente crees en el Dios misericordioso y fiel? Pues ¡que se note!, ayuda a tus hermanos pobres. La salvación (que pasa siempre por los hermanos) no es una autopista rápida y directa al Cielo, sino que es una carretera nacional llena de curvas, pueblos -y sobre todo- de personas con las que nos vamos a cruzar. Decide cómo vas haciendo tu camino. Revisa tu actitud. Porque el acumular para ti mismo (sea materialmente o en méritos espirituales) no le vale a Dios si no aprendes a ser solidario y compasivo con tus hermanos. Las obras de un creyente han de nacer de la gratitud, del saberse amado y perdonado inmerecidamente, porque si no, desde la arrogancia que pueden generar las obras, nos pueden hacer creer que “Dios nos debe algo” y que la salvación es cosa nuestra, y no funciona así. Tu vida está para dar vida a otros. Tu luz no es solo para ti. Tus dones son bienes que compartir y con los que enriquecer a otros… o se pudrirán en la soledad.

Salmo 89: “Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo”. ¿Y si aprendiéramos a vivir reconciliados? ¿Y si somos capaces de poner mansamente nuestra vida en manos de Dios y no cargarlo todo solo nosotros? ¡Descansaríamos mucho! Todavía nos hace falta creer y buscar al Dios de la misericordia, relacionarnos con Él así, sabiéndonos perdonados. Sabiéndonos amados. No como los que quieren alcanzar perfección para que los amen, sino como quienes YA se saben amados y por eso agradecen, alaban, viven sirviendo en lo que pueden y con lo que son, tranquilamente reconciliados sabiendo de su imperfección y poniéndola en manos de Dios.

Víctor Chacón, CSsR