Domingo XXX del T.O.: Solo la humildad nos salvará. Un corazón grande capaz de hacerse pequeño.

 

Eclesiástico: El Señor es juez, y para él no cuenta el prestigio de las personas. Para él no hay acepción de personas en perjuicio del pobre, sino que escucha la oración del oprimido. No desdeña la súplica del huérfano, ni a la viuda cuando se desahoga en su lamento. Este libro sapiencial nos advierte de cómo recibe Dios nuestras oraciones, no hay bandeja de entrada premium para “gente importante” y en todo caso, da prioridad a los casos difíciles, a los humildes: La oración del humilde atraviesa las nubes, y no se detiene hasta que alcanza su destino. Dios mira el corazón y para él cuenta la actitud y la predisposición con la que nos dirigimos a Él y a los demás. Por eso para Él cuentan las peticiones de huérfanos y viudas que -en aquel tiempo y cultura- eran los totalmente desamparados porque no tenían poder, ni riqueza, ni nadie que pudiera hablar por ellos (un varón adulto). Dios sí los tiene en cuenta.

A propósito de esta reflexión sobre el prestigio del Eclesiástico: ¿Dónde ponemos nuestro orgullo, nuestro amor propio? ¿En nuestros títulos y estudios? ¿En nuestras riquezas? ¿En nuestro apellido o linaje? ¿En nuestro coche o casa? ¿En nuestra manera de ser? ¿En nuestros actos o buen corazón?

Lucas nos enseña esto. Hay distintos modos de orar: El fariseo oraba así: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Hay que tener cuidado con el primer modo de orar, donde me comparo con otros y caigo en el desprecio o la crítica a otros. Mejor que cada uno se ocupe de sí mismo, no sea que andemos queriendo quitar motas en ojos ajenos cuando tenemos vigas en los propios. Mejor abandonar el “orgullo de las buenas obras hechas” que tiene el fariseo y que le llevan a creerse superior a los demás por cumplir una serie de ritos o prescripciones religiosas. Hay una falsa humildad también muy propia de fariseos que oigo en algunos creyentes: “yo soy el peor de los pecadores, un caso perdido”. Casos de gente que habla de sí mismo con desprecio, pero a la vez presientes el orgullo que encierran sus palabras. Falsos. Viven una máscara. La oración del publicano es diferente, no pretende grandezas, reconoce su pequeñez y debilidad y pide a Dios misericordia. Es una oración sincera y honesta, sin alardes, sin ínfulas, sin presumir de nada.

A propósito del Dios que escucha y protege a los humildes (1ª lect y evangelio de hoy) cito a mi amigo Javier Roncalés, abogado experto en temas de migración: “Hace unos días, muchos medios de comunicación recogían con gran escándalo el caso de un joven marroquí acusado de haber intentado quemar viva a una menor en Las Palmas de Gran Canaria. Las redes se llenaron de titulares y mensajes de odio, de juicios rápidos y condenas sumarias. Sin embargo, pocas semanas después, la historia dio un giro radical: el supuesto agresor parecía ser, en realidad, quien salvó la vida de la chica en un accidente fortuito. De “monstruo” pasó a héroe. Este caso nos invita a una profunda reflexión moral y social. No puedo dejar de pensar en la facilidad con la que absorbemos las versiones que nos ofrecen los medios sin adoptar una postura mínimamente prudente.

Vivimos en una sociedad saturada de información y, paradójicamente, de poca verdad. Nos llegan las noticias envueltas en urgencia, opinión y espectáculo. A menudo, lo que se nos presenta como información objetiva es solo un relato construido, quizás apresuradamente, o con sesgos conscientes o inconscientes. Pero lo más preocupante es que, como sociedad, hemos dejado de cuestionar, de reflexionar. “No juzguéis, y no seréis juzgados” (Lucas 6,37). Este mandato no es una simple recomendación moral, sino una llamada a la prudencia, a la humildad ante la verdad. Juzgar sin conocer, opinar sin entender, repetir sin verificar… son actitudes que nos alejan de la justicia y de la caridad. Y, en este caso, ese juicio precipitado recayó sobre un joven inmigrante, que, sin defensa posible, fue condenado por la opinión pública antes de que un juez pudiera siquiera escucharle”.

Víctor Chacón, CSsR