Domingo XXX del Tiempo Ordinario: Dejarse salvar y gritar más fuerte

 

Dejarse salvar. “¡El Señor ha salvado a su pueblo, ha salvado al resto de Israel!”. Los traeré, los reuniré de los confines de la tierra. Entre ellos habrá ciegos y cojos, lo mismo preñadas que paridas: volverá una enorme multitud. Vendrán todos llorando y yo los guiaré entre consuelos

Hay una diferencia total entre vivir como creyentes ya salvados y vivir como quienes tienen que conquistar su salvación con méritos. Los primeros ponen su foco en Dios salvador, no en sí mismos, y de Él reciben siempre como don inmerecido la salvación. Una salvación que yo no controlo y que no compro, ¡es gracia! No quiere decir que las obras no valgan nada, las obras son alabanza y gratitud al Dios bueno que nos salva, las obras -el amor- es lo menos que podemos hacer. Los segundos, viven siempre en falso, amenazados y bajo presión de tener que “comprar” su salvación con una conducta intachable, con un cumplimiento escrupuloso y una beatitud excelsa. Dios más que un Padre bueno es un Juez implacable, alguien que viene a inspeccionar y no a compadecerse y auxiliar.

Siempre quedará en mi memoria la durísima escena de una película de la II Guerra Mundial que clasificaba a las personas que llegaban a los campos de concentración. Les asignaban número, los desnudaban, pasaban la “inspección médica” y discriminaban: los aptos para el trabajo iban a los barracones y los desechados a la cámara de gas. Terrible. Eso ayuda a entender lo que dice Jeremías de la salvación de Dios a su Pueblo: Entre ellos habrá ciegos y cojos, lo mismo preñadas que paridas: volverá una enorme multitud. Vendrán todos llorando y yo los guiaré entre consuelos. Dios no desecha a sus hijos, nadie vale menos, nadie es excluido. “Venid benditos de mi Padre al Reino preparado para vosotros”. Dios amará incluso a quienes nadie ama y especialmente a ellos, los que son rechazados y descartados por todos.

El evangelio de hoy nos acercamos a un hombre doblemente desgraciado, Bartimeo, que era mendigo y ciego. Muchos increpaban a Bartimeo para que se callara. Pero él gritaba más: «Hijo de David, ten compasión de mí». Para gritar como Bartimeo hacen falta dos cosas: una situación desesperada (no poder salvarse a sí mismo) y una convicción de fe fuerte (Jesús sí que puede salvarme). Nadie puede callarle, aunque lo intentan, les resultaban molestos sus gritos a algunos, que obviamente no tenían una situación tan desesperada como Bartimeo. Me parece que hay mucho que aprender de aquellos gritos. Nacen de la necesidad, pero también nacen de la humildad de quien sabe que no puede remediarse a sí mismo. Por eso cuando Jesús le pregunta “¿Qué quieres que haga por ti?” Rápidamente él responde: “Maestro, que vea”. Él reconoce su enfermedad, su carencia, y por eso se deja ayudar rápidamente.

¿Reconozco yo mi “enfermedad”, mis carencias? ¿Me dejo ayudar por otros, soy capaz de pedir ayuda? Pedir ayuda es una forma estupenda de autoestima, de quererse a uno mismo. No pretender resolver todo solos, saberme necesitado, humano. ¿Hay alguien que tapa mi voz, que intenta callar mis gritos? Pues habrá que gritar más fuerte si es así.

Señor, ayúdanos a gritarte fuerte como Bartimeo, con una fe fuerte. Con una conciencia clara de estar necesitados de ti, de tu ayuda y de la salud -corporal y mental- que viene de ti. Que no tratemos de salvarnos a nosotros mismos. Nos has hecho Señor como piezas de puzzle, como un gran rompecabezas con huecos y salientes. Nadie se completa a sí mismo. Todos necesitamos la ayuda de otros y podemos aportar algo a los demás. Ayúdanos a creerlo y hacerlo real en nuestra vida. Amén.

Víctor Chacón, CSsR