HABLA, AMA, PERMANECE. (DOM. V de Pascua)

Cuanto yo tenía entre 13 y 16 años no hablaba de otra cosa que de coches. Me apasionaba leer la sección de “motor” en las revistas y periódicos de la época, las recortaba y coleccionaba. A veces también en la televisión buscaba algún programa que hablara de eso, aún no había muchos. Y obviamente hablaba mucho de eso, hasta cansar a mis familiares y amigos. Y es que ya lo dice el Evangelio: “de lo que rebosa el corazón habla la boca” (Lc 6, 45). Y quiso Dios rescatarme de esa pasión y llevarme a prados más amplios y verdes, los de la fe. Salvando las enormes distancias, algo similar le ocurrió a San Pablo, los discípulos no se fían de él, porque conocían su pasado violento y perseguidor, su pasión anterior. Pero Él les habló de su encuentro con Cristo y de su predicación. Hasta dos veces señala Hechos que Pablo había “predicado públicamente el nombre de Jesús”. ¡qué importante es decir el nombre de quien se ama! Porque de lo que rebosa el corazón habla la boca. Y, si no hablamos, ¿por qué será? ¿miedo? ¿vergüenza? ¿o falta de amor? ¿falta de conocimiento?

Para hablar de Jesús, de su importancia en nuestra vida, primero hay que hablar con Jesús. Tener encuentros de calidad y calidez en nuestra vida. Porque, ¿cómo vamos a amar aquello que conocemos poco y a lo que poco tiempo dedicamos? El amor debe ser cuidado, mimado, atendido. Y esto vale para otros amores también. Para hablar -como San Pablo- tengo que estar primero convencido del inmenso valor y bondad de Dios, porque lo he experimentado, lo he sentido, lo he visto, lo he tocado.

Y el amor, así experimentado, se hace concreto. Pide ser traducido a la lengua que todo mortal entiende: las obras. “queridos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras”. Una fe que no se queda en un plano intelectual, espiritual, sino que se encarna en obras, gestos, compromisos concretos, actitudes, … El amor que Dios nos tiene cubre todas las parcelas de nuestra vida -nada queda fuera- y pide igualmente responderle con todas ellas. No hay -o no debería haber- “resquicios no cristianos”, no configurados desde el Amor a Dios y al prójimo como Ley fundamental.

“Permanecer en Dios” es el verbo que Juan repite cansinamente en estos versículos. Y ¡qué profundidad alcanza! Qué difícil es permanecer en tiempos donde todo es tan temporal y cambiante. Qué enamorados y apasionados hemos de estar para hacerlo. Sólo destaco una frase: “Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí”. Es la continua tentación del creyente. El vivir al margen de Dios, sentirse fuerte y todopoderoso, y crear parcelas donde no dejo a Dios gobernar ni orientar mi vida… ¡aquí mando yo! nos decimos. Y cortamos el sarmiento que nos hacía feliz y se nos seca entre las manos. Y humildes -volviendo a descubrir que no brillamos con luz propia, que sólo teníamos la suya- volvemos a Él, a pedirle que no nos deje, que nos acoja. Y en este juego de luces y sombras. Podas e injertos en la Vid Buena, se nos va la vida. Ojalá estemos atentos a lo que hablamos, a lo que llena nuestro corazón, para saber permanecer donde verdaderamente Vivimos en Plenitud y no en cosas estériles, que nos secan y vacían. Por eso: ¡habla!, ¡ama!, ¡permanece!

Víctor Chacón, CSsR