11 Ene “Habla Señor, que tu siervo escucha”. Domingo II del Tiempo Ordinario
“El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor; y el Señor, para el cuerpo”. Pablo denuncia con contundencia a los Corintios de este modo. Les exhorta a no vivir para sí mismos, a no vivir instalados en el egoísmo, el disfrute, la preocupación exclusiva y excluyente por “mis cosas”. Pone el punto de mira San Pablo en uno de los quicios de la fe cristiana que, siguiendo a Cristo, busca hacer de uno mismo ofrenda, entrega a los hermanos, alabanza a Dios. Por eso señala también: “no os pertenecéis, pues habéis sido comprados a buen precio. Por tanto, ¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo!”.
Sin embargo es claro que vivimos en una sociedad egoísta, profundamente egoísta. Un dato reciente revelaba en España la tasa de natalidad más baja de la historia. Nunca, desde que se tienen registros, ha habido un número tan bajo de nacimientos. A un oyente de radio que era entrevistado decía que: “Tener hijos suponía perder horas de sueño, capacidad económica y de hacer viajes, de disfrutar… complica mucho la vida, por lo cual, mejor no tenerlos”. En esta lectura utilitarista de la familia, es claro que tener hijos no compensa, “no renta” como dicen hoy los jóvenes. Pero es que crear una familia, un proyecto de vida con otros (tener pareja) supone un compromiso, un sacrificio y una lucha en la que has de aprender a dar de ti (sin recibir siempre a cambio). Es la dinámica oblativa y generosa del amor. Sin estar dispuestos a “perder algo” dando nuestro tiempo y recursos a los demás, no seremos capaces de construir nada sólido, valioso ni fraterno. Sin sacrificio, estamos condenados a una existencia egoísta, interesada y mezquina que a la larga nos lleva a la soledad y a la oscuridad. Es triste, pero creo que es una amenaza real. Y nos afecta, como todo, también a los cristianos.
La primera lectura nos presenta la historia del niño Samuel. Samuel es demasiado joven. No sabe rezar y nunca ha hablado con Dios, por eso se equivoca cuando oye la voz en el templo y acude al sacerdote respondiendo: “Aquí estoy porque me has llamado”. Elí, el anciano sacerdote, entiende lo que pasa y reconduce su respuesta. Le dice, mejor di: “Habla Señor, que tu siervo escucha”. Necesitamos orar con estas palabras, cultivar en nosotros la escucha generosa, sincera y sin filtros de todo aquello que Dios quiere decirnos y pedirnos. ¿Somos capaces de preguntar a Dios esto? ¿Qué quieres de mí, Señor? ¿Para qué me tienes aquí? ¿Qué quieres que haga, que sea o que viva? Dímelo por favor, que te escucho.
En el Evangelio de hoy Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: «Qué buscáis?». Ellos le contestaron: «Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?». Él les dijo: «Venid y lo veréis». Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él. Jesús invita a los discípulos a hacer una experiencia, pero porque les ve en actitud de búsqueda. ¿Estoy yo en actitud de búsqueda, estoy abierto a Dios y a los hermanos? ¿O todo en mi vida está determinado, atado y cerrado? Es bueno que haya silencios y huecos en mi semana. Porque si no, puedo acabar con la agenda llena y el corazón vacío.
“Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y, en cambio, me abriste el oído; no pides holocaustos ni sacrificios expiatorios; entonces yo digo: «Aquí estoy»”. Ayúdame Señor a hacer ofrenda de mi vida, a decirte como el salmista: “Aquí estoy y te escucho”. Nos toca reaprender esta semana la escucha y el seguimiento de Jesús, aprender a ir donde él vive y quedarnos con Él.
Víctor Chacón, CSsR