«Historia del otro mundo»

Habíamos quedado en el parquecito, frenta a la Iglesia que dicen “la San Vicente”. Llegué mucho antes que él. Y para disculparme por la tardanza, con voz amable, me dijo: “Padrecito, ¿andaba soleándose?”. Y yo, con cara de circunstancias, le dije que sí, que ya llevaba una hora soleándome, que ya estaba negro de tanto sol. No sé si captó la indirecta o se hizo el tonto, pero no importa.

Se lo presento: se llama Miguel. Es locuaz y amable en el trato, pero es un hombre hundido, como quien ya no tiene razones para vivir. Le pesa la vida realmente. Al hablar, mueve el bigote y la mano derecha, tratando de espantar el drama interior que malamente soporta. Esta es una “historia del otro mundo”. Adelante con ella; entérense de qué va:

– Lo vi tirado en el suelo, así como siete días. Y no me lo entregaban. Ya se lo comían las moscas y los gusanos, y no me lo entregaban. Así vi yo a mi hijo. Ocurrió en 2002. ¿Usted recuerda cuando los muertos en el presidio? Allí estaba mi hijo muerto. Estaba quemadito. Estaba, sí, como pollo tostadito. ¿Usted recuerda? Hubo un motín en la cárcel y fue un gran relajo el que se montó. Hubo un gran incendio. Las puertas se bloquearon, dicen. Pero fue la policía, que no quiso abrir las puertas. Se asfixiaron muchos presos, dicen. Sin embargo yo creo que no, porque mi hijo fue baleado, de cinco balazos en el pecho. Así fue. ¿Usted recuerda?

Yo no recuerdo nada, solo vagamente la noticia. Pero escuchar a Miguel, que habla muy a su manera, me sobrecoge. No pregunto en absoluto, pero él habla. No llora, pero se le adivina una tristeza infinita. Es como si ya hubiese llorado lo suficiente y no le quedasen lágrimas que sacar. Detrás de cada parrafada guarda un largo silencio. Yo también guardo silencio. No hablo, solo acompaño.

– Yo se lo dije clarito: “Mira, hijito, eres un muerto que camina”. Él me decía que dentro de la mara no le iban a matar. Y yo le insistía: “Sí te van a matar, mi hijo; a menos que re reúnas en la Iglesia. Busca a Jesucristo. Él te protegerá”. Se lo dije bien clarito, pero no hizo caso alguno.

Hubo un minuto de silencio, no para recordar, que se lo sabe bien, sino para coger impulso y seguir comentando lo que le pesaba por dentro.

– Él no quería salir de la mara. Sí lo decía, pero era que no. Él había hecho un pacto con el diablo para ser marero. Hacía los trabajos sucios de la banda: cobraba renta a los dueños de los negocios, robaba bicicletas y carros, asaltaba los autobuses y panaderías. Todo lo que le mandaban hacía. Todo era una mafia”.

Más silencio… Arruga la frente y se mueve el bigote. Yo creía que ya se acababa aquí la historia, pero no:

– Y también mataba por dinero. Mi hijo guardaba la “faca” debajo del colchón. Desmontaba y montaba la pistola con los ojos cerrados, en cinco minutos. Era un “armero”, que dominaba todas las armas. Y también asesinaba. Él mató al “choco” Flores, el jugador del Real España. Por mil pesos (32 euros) te hacía un trabajito, ahí no más. Pero si el que matas es “más nombrao”, ahí sí sube el precio.

Respira hondo. Parece que se libera de un gran peso interior, después de cada soliloquio. Me dice que esto no se lo ha contado a nadie todavía, pero que a mí sí, porque yo le inspiro confianza.

En realidad, yo no estoy para inspirar confianza, sino para salir corriendo. Ya veo pandilleros por todas las esquinas. Le dejo hablar:

– Él era cariñoso en casa. Era “platicón”. Hablaba y reía mucho conmigo. ¡Era tan lindo…! Me decía: “Papito, te quiero todos los millones del mundo”.  Pero en la calle se transformaba. Ahí no tenía ni padre ni madre. En la calle, la mara era su madre y su padre. Y cada vez que mataban a un miembro de otra pandilla, hacían fiesta. Montaban un tremendo relajo. Entraban en casa y todo era suyo: la refri, la televisión… Dominaban la casa. Éramos sus esclavos. Él acabó con la vida de la familia: la mamá quedó tocada de la cabeza y yo también.

Otra breve meditación, que a mí me parece una eternidad. Creo que yo también voy a quedar tocado. Seguro que esta noche sueño con los muertos.

– Yo oraba todos los días a Dios. Me lo llevaba a la iglesia, pero él salía corriendo. “Teme a Dios”, le decía, pero él no tenía temor de Dios.

Y aquí, su hijo “descarriao” pasa a un segundo plano. Miguel medita en voz alta:

– La vida tiene un recorrido largo y difícil. Y si uno no anda fino, al final cae en el abismo. Los amigos no me fallaron; yo tengo muchos amigos, porque soy bien “allegado” a la gente. Jesucristo tampoco me falló. Es el único amigo que no falla nunca.

Sigo tomando apuntes y rezando para que esta historia acabe. Pero Miguel sigue moviendo, lentamente, el bigote:

– Mi error fue irme a los Estados Unidos. Lo hice por el bien de la familia, pero no acerté y lo perdí todo: mi esposa me vendió la casa y mis hijos se me fueron delincuentes. Todo me falló en la vida. Todo, menos mi Diosito amado…

Y aquí se acaba esta “historia del otro mundo”; la historia de Miguel, simpático, dicharachero, y de su hijo marero.

– ¡Chau! Que Diosito me lo bendiga y me lo guarde.

Desde Honduras con dolor.

P. Arsenio, CSsR