Injertados en Dios para dar buen fruto (Dom. XXII T.O.)

 

Dice Santiago en su interpelante carta: “Aceptad con docilidad esa palabra que ha sido injertada en vosotros y que es capaz de salvar vuestras vidas”. Es genial. Da en una clave humana fundamental: aceptar que no sabemos todo ni podemos todo, que nadie es totalmente autosuficiente o dicho de otro modo: que nadie puede salvarse a sí mismo. Nadie. Por eso necesitamos a Dios, su Palabra, que es diferente a la nuestra. Que nos lleva a pensar, sentir y actuar más allá de nuestros horizontes. Cuando uno es joven y está lleno de energía y confianza en sí mismo hay una sensación de omnipotencia, de que la vida está a tus pies y todo es posible para ti, el horizonte es infinito. Forma parte de la ingenuidad de los inicios de la vida. Madurar y cumplir años (no siempre van de la mano) irán haciendo su trabajo y mostrándonos nuestros límites, carencias y posibilidades más realistas. Como solemos decir “el tiempo pone a cada uno en su lugar”.

Marcos en su evangelio ofrece una reflexión en esta línea. Ante los fariseos y escribas, las clases religiosas influyentes del momento. Estos señalan la transgresión de Jesús y sus discípulos de la norma de lavarse las manos antes de comer. ¡Rompen la tradición de sus mayores! Jesús no se corta un pelo y les contesta: “Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos”.

Jesús les hace caer en la cuenta de que equiparan los mandatos de Dios a las tradiciones humanas, y son cosas muy diferentes. Confunden lo esencial y lo accesorio. Lavarse las manos antes de comer está muy bien, Jesús no dirá lo contrario, pero no hacerlo no enfrenta a Dios ni hace estar en pecado o impureza. ¿Ponemos a Dios en el centro o nuestras costumbres? ¿Atendemos a su Palabra, a lo que ésta pide de nosotros o buscamos sentirnos seguros dentro de nuestras costumbres, prácticas y repeticiones? Lo primero es vivir abierto a Dios, lo segundo es caer en la superstición en una fe hecha de inercia y vacía, si solo contiene ritos y oraciones. La verdadera religión nace de un corazón abierto y misericordioso que cuida a los hermanos: “La religiosidad auténtica e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: atender a huérfanos y viudas en su aflicción” (carta de Sant). Jesús advirtió ya en su época a los creyentes de que existía el riesgo de tener una “vida espiritual perfecta” sin contacto ni compromiso con los hermanos. Y eso es aberrante.

Para Jesús el culto/oración litúrgica y el servicio a los hombres son inseparables. Como señala el gran biblista J. Gnilka “quien interpreta la Escritura contra el amor de Dios deja sin valor la Palabra de Dios”. Poner a Dios en nuestra vida solo puede hacernos más tolerantes, más compasivos, más capaces de amar. Y si esto no ocurre algo no estamos haciendo bien. Estamos llamados a vivir en una conversión continua y vigilante. Poniendo en el centro del corazón su Palabra, velando para que cada día nos abramos a su luz, a su gracia, a su sorprendente novedad.

Víctor Chacón, CSsR