«La alegría de vivir»

Es ésta, una historia  que he comenzado a escribir  en tres ocasiones y que ahora espero concluir y eso porque “a la tercera va la vencida” y porque el director de Icono me ha amenazado con no dejarme llegar a viejo si no le escribo cuatro líneas. Llegar a viejo es posible, pero llegar con dignidad y optimismo es tarea casi imposible. Ahora sólo se habla de la tercera edad para referirse a esos viejos, que tienen obligación de vivir, porque gracias a ellos sobreviven sus hijos y los hijos de sus hijos. ¡Bendita tercera edad!

Hoy voy a hablar de Carmen, que es lo mismo que hablar de alegría y optimismo. “La entrevista debe durar, digo yo medio en broma, lo que tardemos en tomar el café, así es que comienza a hablar”. Carmen esboza una amplia sonrisa y comienza a relatarme la historia de su vida, una historia jamás contada, una historia enternecedora y viva.

  • Yo he vivido feliz. Nunca tuve casa y he pasado muchas penas en mi vida. He plantado pinos, he esparcido mucho abono, he arrancado garbanzos, he ido a escardar al cortijillo de los Ratones  y he apañado muchas aceitunas; de otros, que no mías. He hecho de “to”. Pero he sido muy feliz sin tener de “na”. Ni siquiera me pusieron en la escuela, “mire usté”. ¡Qué lástima! Pero sin saber leer soy feliz. Nos llamaban “los bonitos” de lo feos que éramos, “mire usté”. Pero soy feliz.

Todo esto me lo suelta antes del primer sorbo de café. Conocí a Carmen hace ocho años, siglo más o siglo menos, en la novena al Señor del Consuelo, en Cazorla, de la provincia de Jaén. Carmen me impresiona con su sencillez y desparpajo. No me deja hablar, sólo escuchar. Sus frases son entrecortadas y a veces llenas de dolor:

  • Yo soy del tiempo de las perras chicas y de la guerra, de la guerra que mató a mi padre. Me crié en el cortijo y allí conocí a mi marido. Mi suegra no me quería porque decía que yo era poca cosa para su hijo… Tuve cuatro hijos en el cortijo… Allí lo pasé mal, muy mal…

Todo esto lo dice con dolor pero sin resquemor, como quien tiene necesidad de librarse de un mal recuerdo. Pero enseguida esboza una sonrisa y reanudan el monólogo:

  • En Cazorla había señores muy ricos pero no había trabajo. Así es que nos marchamos a Barcelona y allí vivimos durante 17 años. Yo limpiaba, y no me avergüenzo de mi trabajo humilde. La señora de Barcelona me decía: “no se avergüence de fregar, que es un trabajo digno; además usted no friega, dibuja”. Pero mi marido se encogió y volvimos a Cazorla…

Ahora es ella la que se encoge y baja la mirada para resumirme una etapa dolorosa de su vida:

  • Puse un bar, porque me cortaron la paga… Y rezaba mucho: “Señor del Consuelo, que me paguen lo que me deben para poder pagar mis deudas. Y “mire uste” que me tocó la lotería, justito para pagar mis deudas y quedar en paz… La vida me ha dado muchos zarpazos, pero no me he humilladlo ante ningún rico. Sólo me he arrodillado ante mi Señor del Consuelo.

La historia de Carmen me conmueve, pero tengo miedo a preguntar porque a ella no se le agota la cuerda y además se enfría el café.

  • Ahora estoy “malilla”, pero soy privilegiada, porque siempre tengo alegría y ganas de vivir. No tengo la enfermedad de la tristeza. Canto en casa y canto saetas a la Virgen de la Soledad. Y cuando no tenía dinero cantaba para disimular, porque yo he sido pobre pero no pobretona…

Me quedo con ganas de saber cuál es la diferencia entre pobre y pobretón. No pregunto pero Carmen parece darse cuenta de mi ignorancia y contesta:

  • He sido pobre pero no miserable. Siempre he dado limosna a los pobres. Ahora el dinero, me viene justito, “como “pedrá” en ojo de suegra, que ni falta ojo ni sobra piedra”. Con lo que me paga el estado hago circo. Estiro el dinero como no se imagina “usté”. Soy el salvavidas de todos los hijos que viven a costa mía y aún me llega para dar a la Iglesia y a los pobres; y me sobra para el rin-ran…

No sé qué es eso del rin-ran, pero no pregunto por temor a lo que pueda caerme encima. Deseo acabar el café frío y esta conversación, pero se ve que aún no ha llegado mi hora:

  • En medio de todas las penas yo siempre he razado a mi Señor del Consuelo, a la Virgen del Carmen, que se llama como yo, a mi Virgen de la Cabeza, y a la Virgen del Perpetuo Socorro desde que “usté” me la regaló. El Señor del Consuelo, antes era muy rico porque le ofrecían fanegas de trigo, pero ahora es pobre, como el papa que no va en papamóvil, ni lleva cruz de oro ni “garrotillo” de oro.

Suplico al Señor del Consuelo que Carmen se quede muda durante media hora y Él se compadece de mí:

  • Yo casco mucho, pero el Señor siempre me escucha. Con la pierna a rastras bajo a la novena y le rezo: “en el nombre del Padre, me llamo Carmen y creo en ti y en tu madre”. Pero esto no lo publique que es como si me estuviera confesando.

Pero yo ni caso, después de lo que me ha hecho sufrir. Me levanto para pagar el café, pero Carmen se pone seria y se me adelanta. Yo cedo para que no se sienta ofendida. Carmen no es orgullosa pero tiene su orgullo y su dignidad, la dignidad que da una vida repleta de honradez.

P. Arsenio Díez