19 Nov «La llave del corazón»
Acabo de llegar de de una ciudad del Norte, que se llama Ponferrada. Allí conocí a Amelia, la mujer de la foto que tienes delante. La misión le ayudó a revivir. Vivía, ella, encerrada en su casa, arropada por sus libros, el humo de sus cigarrillos, sus recuerdos y los retratos de sus antepasados, especialmente de ese antepasado de ojos saltones que se parece a Napoleón. Amelia veía poco claro eso de la misión, pero haciendo un gran esfuerzo, así me lo contaron, me recibió en su casa, me nombró hijo adoptivo y me entregó las llaves de su hogar:
– Toma. Bienvenido. Está es tu casa
Las llaves de su casa que también son las llaves de su corazón, lleno de vida y de cicatrices. Las llaves de su casa misteriosa, que yo bauticé como “casa de los espíritus”. Las llaves que son la puerta de entrada a una nueva y larga familia repartida por media España. Y así, con las llaves de la casa en mis manos, pasé a conocer a los nietos, a los hijos, y a “la señora de los huevos”. Esa señora que es parte de la historia de la familia porque desde hace cuarenta años, acude todos los martes con una docena de huevos “de pueblo”. A mí me causa gracia, porque va tocada con un pañolón verde y rojo. Me resulta chocante, porque precisamente es de un pueblo donde ya no vive nadie y por tanto no hay gallinas; y porque los huevos “de pueblo” aparecen puntualmente todos los martes, que es cuando hay mercadillo en el barrio. Me daba mucho que pensar lo del martes y los huevos…
Y con Amelia, que así se llama la señora de negro, tenía yo largas peroratas: ella hablando entre sorbo y cigarrillo y yo cabeceando haciendo esfuerzos para no dormirme, vigilado por los espíritus de sus antepasados, que ciertamente, siguen encerrados en esa casa que almacena sueños y leyendas. Y era la última noche, después de la celebración en la iglesia parroquial cuando me dijo, entre sorbo y calada:
– Tú escribes mucho en Icono y hablas de los demás, pero no veo que alguien hable de ti o de los otros misioneros. ¿Puedo hacerlo yo?
Y yo, con tal que dejase de fumar dije que sí. Y se despachó con lo que sigue:
A lo largo de un año he leído con verdadero interés la revista Icono. Siempre hay en ella algo que me sorprende. Pero sobre todo me ha llamado la atención cómo los misioneros hablan de las gentes con las que comparten sus experiencias vitales y lo que los demás aportan a sus vidas. Y nunca he leído nada desde la otra orilla: lo que aporta el misionero a la vida de las familias que los reciben.
En mi casa ha vivido unos días un misionero. Es un hombre vital, con la alegría del que sabe lo que quiere hacer en la vida y lo hace bien. Su saludo, cuando lo recibí fue: “Dios mío, tienes más huesos que yo”. Esa broma me llenó de alegría porque era el saludo de un hijo que hubiera estado fuera de casa mucho tiempo. Yo le contesté: “Tú eres mi hijo pequeño”. Así fue su llegada a nosotros y así lo sintieron mis hijos. Nos habló de su vida y compartió la nuestra.
A mí me hizo ver de nuevo algo que ya sabía pero que yo no quería recordar: que lo más importante son los otros; que en la entrega está la felicidad, una felicidad que no caduca; que cuanto más das más tienes y que el dolor no existe si lo pones en las manos de Dios. En esas manos lo dejo cada día, para que su entrega sea fructífera, para que su vida sea feliz y su corazón siga siendo grande. En el mío, siempre tendrá su lugar”
Recuerdo esas imágenes en blanco y negro del NODO de antaño, donde un alcalde entregaba las llaves de la ciudad a algún personaje ilustre, que yo nunca conocía. Y me imagino cómo serán de grandes y pesadas las llaves que maneja San Pedro, para unas puertas tan grandes como han de ser las puertas del cielo. Y lo mismo me pregunto si las puertas del establo donde nació Jesús tendrían llaves o estarían abiertas de par en par para que pudiesen entran tantos los magos como los pastores. Y sonrío al pensar, cómo con la llegada de los misioneros, a un pueblo se abren tantas puertas para que entren los vecinos. Pienso que soy afortunado y doy por bien empelados esos momentos de desconcierto y soledad de cada misión. A mí, como a los demás misioneros, me han entregado las llaves del hogar, no por ser Arsenio, sino por ir en nombre de Jesucristo. Soy afortunado, muy afortunado.
P. Arsenio. CSsR
PS. ¡Qué fallo más gordo! Me he traído las llaves de la casa. Llamo inmediatamente y pido disculpas. Amelia, con mucha tranquilidad me contesta:
– Ya me había dado cuenta. Pero no te molestes en enviarlas. Cuando vuelvas ya las tienes. Y si pasas por aquí, no hace falta que llames a la puerta. Esta es tu casa