«La mami Chela»

 

– Diosito no me abandona. No me desampara. El me da fuerzas cada día. Me limpia las lágrimas cuando lloro…

Yo sólo dije, “cómo está usted”… Claro, que la mía es una pregunta tonta, porque se ve a la legua que Isabel vive en el más completo desamparo. Su casa, que no es suya, se reduce a una pieza donde caben dos camastros, a ras de suelo, y una tonelada de trapos, porque eso no es ropa, colgados de las cuerdas que van de una pared a otra. Mal olor, que yo no sé disimular. Una colección de santos y estampas amontonados en un rincón, de las cuales yo sólo reconozco al Perpetuo Socorro… Ella se da cuenta y me explica a modo de disculpa:

– Yo no tengo casa. El cementerio va a ser mi casa. Esta es de una señora que vive en Lima. Me deja vivir aquí por siete soles (un euro y medio) al mes. No hay luz, ni agua. La calle y la noche, es mi retrete. Me alumbro con queroseno y con velas. Pero a veces no me alcanza… Entonces los vecinos me regalan. Me dan papas, o jabón, o una vela… Y la parroquia también me da…

Todo lo que dice Isabel me resulta familiar. Una más de tantas, pienso, sin darme cuenta que éste es su amargo pan de cada día. Y mientras yo pienso ella hila. Se abre un largo y engorroso silencio. El huso gira sin prisa, pero sin pausa. De vez en cuando dejo caer una tímida pregunta, temeroso de la respuesta… Así hasta que hacen su aparición, y me sacan del apuso, cuatro niños, saltarines, desnutridos y sucios; que hacen juego con el conjunto de la casa. Interrogo con la vista y ella responde con monosílabos.

– Mis nietos… No tienen madre. Murió tierna. El doctor dijo que no tenía mal. Y así, no más se secó…

“Se secó…”. Bonita manera de mandar a uno al otro barrio. Y sigue hablando al ritmo cansino y del uso que gira y gira sin ninguna compasión. Me sugiere el ritmo de la vida, que sólo una vez se detiene, y ya es el final… Y entonces descubro unos ojos temerosos y una sonrisa bobalicona atisbando por las rendijas da las tablas. Isabel agacha un poquito más la cabeza y me dice que esa es su hija, que alguien la forzó y que el hijito que vino también es “alguito” deficiente, como la mamá.

– Es gringuito y también es nieto mío. Nació a los siete meses. No está bien. Se pasa el día escondido, muerde a los niños y come tierra…

Todos están descalzos. Todos están famélicos y desnutridos, pero todos sonríen, aunque esta vez no he dicho ninguna tontería. Sólo pienso, de qué se reirán estos “huesos con patas”, con el hambre que pasan y lo poco que comen… También me pregunto cómo se las arreglará esta mujer para alimentar a todos.

– Lavo ropa casi todos los días, pero tienen que darme el jabón… También hilo y tejo chompas y alfombras… También tejo sombreros; en cada sombrero empleo una semana… Y hago ponchos de encargo. También voy a la chacra cuando me lo piden, a sacar papas y a ordeñar… Y sé hacer quesos…

Y así, detrás de cada frase, reforzada con silencios, va creciendo mi admiración. Y también crece su confianza, porque de pronto, me suelta un reprimido desahogo:

– Mi esposo me trajo aquí y se fue. Hace ya diez años que me abandonó. Ahora vive con otra mujer. Pero le pateó el caballo en sus partes y no ha podido tener hijos. ¡Es un sinvergüenza! ¡Ni una casita me dejó! ¡Que Diosito no se lo tenga en cuenta!…

Y de nuevo un prolongado silencio al compás silencioso y cansino que marca el uso. No hay palabras. Mejor, porque me siento violento, al no saber qué decir. Y aprovecho, con mucho descaro, para fijarme en Isabel. Parece una “abuelota”. Está gorda y torpe al andar. Le faltan los dientes de arriba y juraría que no se ha duchado en los últimos diez años, tal vez en venganza por el abandono de su esposo. Sus manos son grandes, toscas y callosas y no me explico cómo puede tejer sombreros. Pero lo hace con destreza y rapidez, porque poco a poco la paja se va transformando en sombrero; en un sombrero que nadie compra y que tiene que amontonar hasta que lleguen los días de feria. Yo le pido, en lugar de sombreros, que me haga media docena de posavasos, lo cual se me antoja una idea luminosa. Ella asiente sonriente y parece que lo ha entendido a la primera. Pero me equivoco de plano, porque a la semana siguiente me viene con seis sombrerazos; sombrerazos para cabezas de tamaño sobrenatural.

– Usted disculpe padrecito, pero yo entendí “tapavasos” y por eso los he hecho más grandes…

Y para qué me voy a enfadar, si es inútil. Agarro mis sombrerazos, pensando encasquetárselos al primer calvo que pase a mi lado. En venganza me dedico a tomar fotos con mi supercámara digital. Fotografío las manos de Isabel, las estampas de la pared, los mencionados sombrerazos, a un gato de ojos verdes, y a los nietos sucios y desnutridos… Cuando les muestro las fotos, éstos gritan entusiasmados:

– Es mi mami Chela, mi mami Chela…!

Han pasado las semanas y toco de nuevo a su puerta, para ajustar cuentas y despedirme de Isabel, que resulta que se llama “mami Chela”. Y como la primera vez, me recibe haciendo girar el uso y con la rueca bajo la axila izquierda. Asoman las caras sucias y los ojos vivos de sus cuatro nietos:

– ¿Nos traes zapatos?

– No, sólo caramelos, digo avergonzado. Toca a tres…

– Dios lo acompañe en su misión, dice Isabel, en señal de despedida.

De repente se echa a llorar y baja la cabeza. El sombrero le tapa los ojos y se le ve la boca entreabierta y sin dientes. Se limpia los mocos con el delantal y ya no dice más. El uso sigue girando y girando, ajeno al drama de mi mami Chela. Yo me acuerdo de la frase del primer día: “Diosito me da fuerzas y me limpia las lágrimas…”.

P. Arsenio, CSsR