Las dos manos de Dios, Domingo de Ramos

 

Isaías recoge a la perfección aquello que Cristo vive en su Pasión: “El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor Dios me ayuda por eso no sentía los ultrajes”. Le podemos llamar sin problema a este pasaje “manual de resistencia no violenta”. Jesús no es un pelele que dócil y apocado se deja manipular. Planta cara a sus agresores, responde a sus preguntas, defiende su fe y el proyecto del Padre. Y en medio de esa persecución que deriva de sus obras y de su predicación, se siente profundamente acompañado por su Padre. Es un reto para todos nosotros, sentirnos también bendecidos y acompañados por Dios en las pruebas de la vida, en la oscuridad. Se necesita más valentía para poner la cara que para golpear. Ser violento es sólo dejarse llevar por los propios miedos, es no saber responder con palabras y no saber gestionar tus propias emociones.

El genial Teilhard de Chardin dijo una vez “Dios tiene dos manos, con una nos sostiene y con otra nos consuela. Cuando no se siente la que nos consuela es que sus dos manos nos están sosteniendo”. Precioso y sorprendente. No hay abandono de Dios, solo que sus dos manos están ocupadas sosteniéndonos, aunque no lo veamos.

En esta línea el Salmo 21 eleva a Dios la alabanza desde el dolor. Esto es lo más difícil, en épocas de bonanza y paz, de alegría, todos sabemos dar gracias y alabar, es sencillo hacerlo. Pero alabar en el dolor, requiere una profunda confianza y comunión con el Padre, como la de Jesús. Jesús no se siente jamás abandonado por el Padre, sabía que este cáliz era un trago amargo necesario, que forma parte del Sacrificio del Amor más santo y más noble, que entrega su vida con totalidad y pasión sin reservarse nada para sí. Es la locura de amor de Dios, que da -entrega a su Hijo- a fondo perdido, aún a aquellos que no le conocen ni le aman. Él busca la salvación de todos, la redención de todos. Por eso dice el salmo: “pero Tú Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme”. Pide ayuda desde su fragilidad, pero confía totalmente en el Padre y el Espíritu.

La carta a los Filipenses siempre sublime, nos muestra de nuevo esta locura sin sentido de Dios humillándose para conquistar nuestro amor. Para ponerse en nuestro lugar. “Se humilló a sí mismo, obediente hasta la muerte y una muerte de cruz”. Asumió la muerte, el dolor, la violencia humana… para poder transformarlos y transfigurarlos. Para poder sanarlos. Y es que sin aceptación, sin integración, ningún cambio será posible en nuestra vida. Es el primer paso para sanar y suscitar una vida nueva: aceptar la oscuridad, el dolor, el sinsentido, el sufrimiento… como hizo Cristo. Y dejar que Él lo redima, que lo sane en nosotros. Ojalá aprendamos a orar como Él con plena confianza que, aún en la Cruz, dijo al Padre: “A tus manos Padre, encomiendo mi Espíritu”. Que, aún en la Cruz, es capaz de perdonar a sus agresores y orar al Padre por ellos. No hay mayor amor que quien da la vida por sus amigos. Es tiempo de repasar la Pasión de Jesús y repasar nuestra vida, nuestro corazón, nuestras actitudes. Nos queda mucho por crecer, pongámonos en sus manos ensangrentadas y heridas, pero tendidas y abiertas en la Cruz para nosotros, para perdonarnos y abrazarnos, para sostenernos, como dijo Teilhard.

Víctor Chacón, CSsR