10 May Perseverar en tiempos de impaciencia. Domingo V de Pascua.
Ya se ha disipado el gozo y el fulgor de los primeros días de Pascua, de la exultante noticia de la resurrección. Continuar con ese gozo mantenido y sostenido en el tiempo no es fácil, más bien todo lo contrario. Por eso Hechos expresa bien el reto que tenemos los creyentes: “Pablo y Bernabé volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquia, animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios”. El reto es perseverar en la fe, pasar por las dificultades y luchas de cada día. Evitar perder el ánimo ante una parusía que se aleja en el tiempo, una venida del Señor que tarda en llegar.
Hay situaciones que erosionan nuestra fe, hastían y desaniman al más eufórico. Todos las conocemos. Es difícil mantener el buen ánimo si nos apoyamos solo en nosotros mismos. Si no nos abrimos a una “gracia”, que nos precede, nos sostiene y nos acompaña en la vida. Esa gracia acogida y vivida puede generar en nosotros la esperanza en el poder de Dios, en su novedad continua, en su capacidad de re-crear y rehacer la historia y las vidas humanas. Aquí el Apocalipsis nos ilustra bien: «He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el “Dios con ellos” será su Dios». Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido. «Mira, hago nuevas todas las cosas». Este es el Dios en el que creemos, el Dios de Jesucristo. El renovador. El restaurador, que como hábil artesano tapa nuestras grietas, reajusta roturas, cose, venda, pinta y dora nuestra vida con su gloria. Nos mima como su más bella obra de arte. Pero este tratamiento precisa ponernos en sus manos y no buscar a un “chapuzas” más barato que promete éxito rápido y fácil.
En el evangelio de este domingo volvemos al Cenáculo, al jueves Santo. Al momento previo en el que Jesús les da su mandato: “que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros”. El amor mutuo y fraterno. Pero no de cualquier modo, sino como Él lo había hecho con sus discípulos. Amor capaz de entregar la vida, de sacrificarse, de vivir anonadándose. No un amor egoísta e interesado que busca al otro por aquello que obtiene de él, Jesús no habla de esto.
Este amor se convierte en seña de identidad de los discípulos: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros”. Hasta este punto llega Jesús a señalar la importancia del amor, como lo más esencial, lo nuclear de los cristianos. Sin esto no nos reconocerán. Ha de ser la práctica cristiana esencial. La oración es solo preparación y alimento del fuego de este amor al hermano que estamos llamados a vivir. Y es que el amor cristiano no reduce ni aísla a estar con Dios, sino que empuja y envía a salir, a encontrarse con rostros concretos, a tocar y sentir, sufrir o gozar, con otras vidas, las de nuestros hermanos. Éste es el punto donde Jesús quería traernos. Aprender a ser hermanos de todos y de todo, sentirnos en la casa y la familia que el Buen Dios nos dio al darnos la vida.
Víctor Chacón Huertas, CSsR