Solemnidad del Corpus Christi, “SED LO QUE TOMÁIS, CUERPO DE CRISTO”.

Dicen que hubo una pequeña rabieta de San Buenaventura cuando oyó el himno Eucarístico de Santo Tomás que venció por su belleza y solidez teológica, el Pange Lingua. Y el santo franciscano rompió el papel donde llevaba escrito su himno que no debía ser nada vulgar ni feo conociendo al autor.

El himno de Santo Tomás dice en una parte: “El Verbo encarnado, Pan Verdadero, lo convierte con su palabra en su Carne, y el vino puro se convierte en la Sangre de Cristo. Y aunque fallan los sentidos,

Solo la fe es suficiente para fortalecer el corazón en la verdad”. Fallan los sentidos, no alcanzan a dar cuenta de la grandeza del misterio, del regalo y del milagro acontecido. Pero la fe es suficiente para fortalecer el corazón en la verdad. La fe nos ayuda a arrollidarnos y admirar lo ocurrido, a adorar al Dios que se esconde y se nos da como alimento, ¡capricho divino!

Luego está la señora Tomasa, sacristana de su pueblo, creyente buena y fiel, de gran corazón. Cuando el sacerdote le preguntó: “Tomasa, ¿tú sabes por qué en el sagrario hay tanta reserva eucarística, si yo no lleno tanto el copón?”. Y la buena mujer le dijo: “¡Claro Padre, porque cuando veo que baja le añado más yo de las que hay en la sacristía, para que no se le acabe!”. Se perdió una catequesis la buena mujer. La intención era buena, el resultado no tanto.

San Cirilo de Jerusalén, obispo y doctor de la Iglesia (siglo IV) enseñaba a sus fieles a respetar la Eucaristía así: “Cuando te acerques a recibir el Cuerpo del Señor, no te acerques con las palmas de las manos extendidas ni con los dedos separados, sino haciendo de tu mano izquierda como un trono para tu derecha, donde se sentará el Rey. Con la cavidad de la mano recibe el Cuerpo de Cristo y responde: Amén…”. Esto enseñaba San Cirilo, obispo y doctor.

Con el tiempo cambió la sensibilidad y se fue pasando en algunos lugares a recibir el Cuerpo de Cristo en la boca. No se hizo por decreto ni uniformemente. En los siglos VII-VIII ya se empezó a pensar que las mujeres era mejor que no recibieran la comunión en la mano directamente (por la idea de pureza), otros lo extendieron también a los hombres, según señalan estudios de teólogos y liturgistas. Los motivos para el cambio eran variados: el miedo a las profanaciones por parte de herejes, otros pensaron que se ponía más de manifiesto el respeto y la veneración a la Eucaristía comulgando así. Pero fue sobre todo una nueva sensibilidad en torno al papel de los ministros ordenados la que obró el cambio. Acentuando la valoración de los sacerdotes y el alejamiento de los laicos (ya en el siglo IX no entendían el latín, el altar estaba de espaldas, el pan se convirtió en pan ácimo y ya no participaban del cáliz). Se pasó a concebir el sacerdocio como una “dignidad” que se recibe, en lugar de un “ministerio” que se ejerce en favor de la comunidad y al servicio de ésta. Y se pasó a reservar a los sacerdotes el hecho de tocar con las manos la Eucaristía (siglo X, esto llegó a Roma).

En 1969 con la Instrucción Memoriale Domini la Iglesia restauraba la posibilidad de comulgar en la mano, como se sabe que ocurrió en los primeros siglos. Y los fieles tienen posibilidad hoy de elegir la que crean más adecuada. Los dos modos de recibir el cuerpo del Señor tienen sentido y los dos pueden expresar igualmente nuestra comprensión y nuestro respeto por la Eucaristía. Ahora bien, es cierto que comulgar en la mano -como apuntaba San Cirilo de Jerusalén- parece el modo más natural de hacerlo, también el más higiénico. Hace más fácil el diálogo con el ministro. Y expresa más claramente la dignidad del cristiano laico, que no es inferior a la del ministro, aunque sí distinta.

Jesús mostró su preferencia por pecadores, publicanos, leprosos y prostitutas… e ¡incluso los tocó! para escándalo de muchos. Nadie es indigno para tocar o recibir a Cristo. Cosa distinta es que haya que prepararse para recibir al Señor y hacernos conscientes de la presencia que nos habita. Dice San Alfonso (también obispo y doctor de la Iglesia): “No puedes hacer ni pensar nada más grato que hospedar a Cristo. Recíbelo, no ya con las disposiciones dignas, pues si fuera menester ser digno nadie podría jamás comulgar, sino con las disposiciones requeridas: hallarte en amistad de Dios y tener vivo deseo de aumentar el amor a Jesús”.

En otro lugar San Ambrosio, también doctor de la Iglesia habla de la Eucaristía como medicina que nos sana a los pecadores, que nos hace bien. “El que tiene una herida busca la medicina. Hay herida porque estamos bajo el pecado; la medicina es el celestial y venerable sacramento”. Es importante que no nos comportemos como controladores de la gracia, sino como sus facilitadores y dispensadores, la Eucaristía no es un premio para cristianos perfectos sino la medicina de los débiles (Evangelii Gaudium 47).

Cuidado a ciertos discursos puritanos que alejan de los sacramentos. Tienen más de herejía que de doctrina espiritual sana. La pureza es otra cosa: dice la carta 1ª Pedro: “amaos de corazón unos a otros con una entrega total, pues habéis sido regenerados mediante la palabra de Dios viva y permanente”. Esa Palabra, unida a la Eucaristía, nos humaniza, nos ablanda, y ¡nos purifica! pues nos hace compasivos como Él lo fue. Nos ayuda a vivir y seguir a Cristo, a partir y repartir nuestro cuerpo y sangre con los hermanos. Pues de eso se trata. Comulgamos para ser como Cristo, “otros cristos”. “Tomad lo que sois, Cuerpo de Cristo. Sed lo que tomáis, Cuerpo de Cristo”.

Víctor Chacón Huertas, CSsR