«Un caldo triste»

El relato que ahora escribo, lleva durmiendo doce meses dentro de mi carpeta, de color azul desteñido. Y ahora es cuando despierta al ritmo lastimero de la quena y la zampoña, que suenan de fondo. Cierro los ojos y recuerdo al Perpetuo Socorro atravesada por un clavo. Cierro los ojos y veo a Pedro Pablo; demasiados apóstoles para un hombre tan pequeño. Lo recuerdo desde la primera visita. Y lo recuerdo así de simple: poncho amplio, sudado y maloliente; barba descuidada; gafas sucias y con un solo cristal; sordo y parlanchín, hasta el agobio, que aprovecha la menor oportunidad para soltar la larga historia de su vida, jamás contada, a un misionero de León. Sólo le gritaron: “que ha venido el padrecito y le trae al Señor”. Y ahí, no más se embaló.

– Toda mi vida he servido a mi Señor, padrecito ¡Sí pues! Pero siempre me han hecho la guerra. A los cinco años, la mujer que vivía con mi papá, me lanzó una piedra a la cabeza, así de gorda, por ir a recibir al obispo. Pero mi abuelita me defendió y le dio un tizonazo ¡Sí pues! Que yo siempre he sido honrado con mi Señor.

Su tono de voz es agudo y desagradable. Está sordo como una tapia y grita como un energúmeno. Pero también está ciego, por eso no importa que le falte un cristal de las gafas. Yo me coloco a la máxima distancia posible. No necesita preguntas, pues la respuesta siempre iba a ser la misma.

– ¡Sí pues! Yo siempre he servido a mi Señor. Fui guardián de mi iglesia hasta los setenta y cinco años, pero vino un juez protestante que me acusó de robar y el comandante de la policía, ahí no más, me encarceló. Pero por la noche el ángel de Dios me abrió las rejas del calabozo y escapé ¡Sí pues!

Eso de la cárcel, me intriga y me suena a algo del Evangelio…, pero me abstengo de preguntarle por temor a lo que pueda venirme encima. Sólo espero a que respire en el “sí, pues” para meterle al Señor en la boca, pero no hay manera.

– ¡Sí, pues! Yo he hecho de todo. He hecho trisagios a mi Señor y novenas a las ánimas. He celebrado las fiestas del patrón san Lucas y el sábado de Gloria ¡Vaya, pues! Nunca he tenido plata, pero siempre he sido honrado con mi Señor. Y también he sido tesorero de Cristo ¡Sí, pues!

Llevo media hora con el Señor en la mano, preparado para decir: “este es el Cordero de Dios…”. Y vencido ante la avalancha de palabras devuelvo a “mi Señor” al portaviáticos y comienzo a retirarme, de puntillas, mientras el abuelete, dale y dale que te pego.

– Y gracias a mi Señor, no me faltó nunca mi caldo triste.

Al oír lo del “caldo triste” doy media vuelta y pongo atención.

– ¡Sí pues, padrecito! Es todo lo que como, un caldo triste al que añado mis lágrimas. Porque vivo solo y abandonado de mis parientes. Mis siete hijos viven en la selva. Deseo reunirme con mi Señor. Ya no quiero vivir.

Y sin mediar palabra, saca un papel viejo de su destartalada Biblia:

– Es un milagro que me ocurrió. Lo escribí cuando tenía luz en los ojos.

Yo no me trago lo del milagro, pero cojo el papel con la punta de los dedos, evitando sus largas y mugrientas uñas. Y salgo de allí como liebre perseguida por el galgo, con “mi Señor” en el bolsillo y mis palabras atascadas en la garganta, porque no he dicho ni media…

Ya ha pasado un año, desde aquel soliloquio. Vuelvo a este caserío de la Selva Alta con el deseo de llevar a “mi Señor” a Pedro Pablo, y así librarme, de mis remordimientos. Pero ya es tarde. Me dicen que murió a la hora de misa, cuando iba a tomar su “caldo triste”. Se fue consumiendo como la vela del Santísimo, hasta que el sueño de la muerte apagó la poca luz que tenían sus ojos. Su cabeza quedó reclinada sobre el pecho. Y el caldo triste de cada día, derramado sobre el poncho sudado y maloliente. El Señor, “su Señor”, lo quería junto a sí, para tomar juntos un caldo calentito, todas las mañanas. La tristeza es para mí y el relato de su milagro, que me huele a timo, para ustedes.

Arsenio

«Avia un caserio de de los Andes que no tenia padre y cuando iva a misa, eran tres dias de camino a lomo de herradura. Vienen a traer el padre para que hofisiara la misa. Y el padre era anciano y olvidó sus anteojos. Y comunicó a los fieles que no podía oficiar la misa. Señor padre no se preocupe que hay un anciano zapatero que lleva anteojos y de repente se los presta a usted. Trajeron los anteojos del anciano remendon y dijo el padre: “Dios mio, si veo mejor que con los mios”. Y hofisió la misa. Y cuando terminó la misa el padre quiso dar las gracias personalmente al zapateo. Y fue a su chocita Señor, vengo a darle las gracias. Miré perfectamente. Mejor que con los mios ¡Ay, señor padre! Viera como mirava yo con estos anteojos cuando tenía los vidrios. Ace años que se me quebraron y ya solo quedan los aros ¡Señor! Otro milagro de Dios».