UNA HISTORIA QUE NADIE TE CONTARÁ (Dom. VI T. O.)

La lepra era en tiempos de Jesús una maldición. Uno de los peores males posibles que alguien podía sufrir. Ya que no solo estaba el deterioro físico del leproso sino su exclusión de la ciudad, de la convivencia con otros. Su obligación de tener que ir tapado, “cubriendo sus vergüenzas” y gritando: “¡impuro, impuro!” que era tanto como decir: ¡maldito, maldito! Lo explica bien el Levítico en la primera lectura. El leproso es alguien condenado a la soledad, a la tristeza y al dolor, un desgraciado. Su curación se comparaba con la resurrección de un muerto. Se le excluía por supuesto de la práctica religiosa y de la entrada en la ciudad santa, Jerusalén. Eso era tanto como condenarle en vida, recordarle que sin la presencia sagrada que le estaba prohibida, él no iba a salvarse. Por si fuera poco la teología rabínica consideraba la lepra “castigo de Dios” por los pecados cometidos. Su mal y desgracia era total: física, social, psicológica y espiritual.

Esto nos hace entender y valorar justamente la actuación de Jesús que ni se aparta de él ni le excluye. Todo lo contrario. La súplica humilde del leproso revela su fe:  «Si quieres, puedes limpiarme». Si quieres Señor, no lo merezco, soy indigno, soy impuro, pero si quieres límpiame, te lo ruego. Es una súplica de alguien abatido por el dolor y la vergüenza. Jesús no tarda en actuar: “Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero: queda limpio» y la lepra se le curó”. Este simple gesto y estas palabras revelan el proyecto de Jesús, el proyecto del reino: Nadie excluido, nadie apartado, nadie sin afecto. Jesús se arriesga y le toca, sin miedo al contagio, sin asco, con una profunda compasión y con rabia a la vez (así lo señalan algunas traducciones) ante quienes condenan y excluyen de la salvación a estos pobres enfermos. ¡Qué crueldad y dureza de corazón! Frente a estos, reintegrar y sanar es la auténtica dinámica de la fe que Cristo encarna.

San Pablo nos enseña: “procuro contentar en todo a todos, no buscando mi propia ventaja, sino la de la mayoría para que se salven”. ¿Os imagináis una sociedad así? Un lugar donde nadie busca solo su bien excluyendo a otros. Es el camino cristiano: “posponerse a sí mismo”, “negarse” dice en otros pasajes. Capacidad de sacrificio y oblación, entrega a otros. Amarse a sí mismo es necesario por supuesto, pero “no cerrándose en la propia carne” (Is 58, 7) el amor cristiano es expansivo. Aprender a “no vivir para sí mismo” (plegaria IV misa). Porque quien se cierra en sí mismo (en su familia, sus proyectos, sus cosas…) es como el agua estancada, que no fluye, se corrompe y se pudre.

Hay una historia que nadie te contará, no interesa, no vende, pero es auténtica e histórica. La Iglesia fue pionera en el cuidado de la vida débil y enferma, incluso de aquellos que nadie quería y de los que todo el mundo huía (como leprosos y apestados). Ya en el año 325 en el Concilio de Nicea se recomienda la construcción de un hospital por diócesis. En Edesa San Efrén crea el primer hospital para apestados (337). O San Basilio un centro para leprosos en Capadocia (360). San Juan Crisóstomo hizo otro tanto en Constantinopla con los leprosos (407) y también San Jerónimo en Roma (s. V). En esta época hay testimonios sobre médicos y cuidadores cristianos, resaltando cómo estos se entregan al cuidado de los desahuciados sin ascos ni temor a contagios. Eran los únicos médicos que permanecían en la ciudad en caso de epidemia de peste. Habían aprendido bien del Maestro que hay que servir hasta entregar la vida. Que no se trata de profesión sino de vocación y misión recibida de Dios.

Víctor Chacón, CSsR