Domingo XXI del T. O.: La puerta estrecha de la compasión y la fe

 

El salmo 116 es el más breve de todos, pero no le falta contenido en sus dos versículos: “Alabad al Señor todas las naciones, aclamadlo todos los pueblos. Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre”. Por un lado, la llamada a la alabanza universal. Es la tarea del creyente, alabar, reconocer a Dios y glorificarlo por su grandeza, sabiduría y la belleza de cuanto ha hecho. Por otro lado, el salmo recoge los dos conceptos fundamentales que definen a Dios en el Antiguo Testamento, los más repetidos: misericordia y fidelidad, hésed y êmet. Dios es el Dios compasivo, de entrañas compasivas, incapaz de no sentir ternura por sus criaturas; pero también es el Dios fiel, constante, perseverante, que “no abandona la obra de sus manos”, no sabe desentenderse, no deja de esperarnos ni nos cierra la puerta para siempre. Él nos espera siempre porque nos ama. Un Dios así merece ser alabado.

Evangelio de Lucas. A la pregunta por el número de los salvados, si serán pocos o no, el Señor responde con una recomendación: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán”. ¿Cuál es la puerta estrecha? ¿Y cuál será “la ancha”, por la que es fácil pasar, quizás esto es más fácil de adivinar? La ancha, parece obvio, es vivir al propio antojo, con libertinaje, descuidado de Dios y de los hermanos. Preocupado por uno mismo, por darse gusto y placer, por seguir todos los instintos y secundar todas las ocurrencias y planes personales (ahora que vivimos muy preocupados por “autorrealizarnos”, vivir así, solo para uno mismo sin hacer caso a nadie más). Esta me parece sin duda la puerta ancha, la facilona, la cómoda.

Ahora me parece más sencillo y obvio intuir la puerta estrecha. La estrecha es la que me llama a cuidar de Dios -buscar su voluntad, escuchar su Palabra- y a cuidar de mis hermanos y de mí mismo. Es la que me lleva al sacrificio de mí mismo, a la entrega de mi tiempo, mis dones y mi dinero a los demás. No me deja desentenderme de ellos. Me apela a la responsabilidad, al cuidado, al compromiso. A no ser un ser egoísta, narcisista e idólatra, que vive para sí, esclavo de sí mismo y de sus necias ideas. Alguien que ha puesto su mirada y su modelo en Jesús, y solo desea crecer hacia él, ganando en libertad, ensanchando el corazón para que quepan más personas. Aprendiendo a vivir como Dios es -recordamos el salmo de hoy 116- misericordioso y fiel. Compasivo y creyente, perseverando en la búsqueda de Dios y del hermano. Los discursos baratos y necios de odio no tienen cabida para un creyente, necesitamos pasando por la puerta estrecha un pensar maduro y compasivo, que sabe que todos los humanos estamos hechos de la misma pasta, tenemos las mismas necesidades, anhelos, gozos y sufrimientos. Corre la misma sangre por nuestras venas. Sonreímos con el mismo gesto y lloramos con las mismas lágrimas. Busquemos esta puerta estrecha, la otra es demasiado simple y vulgar, no lleva a ningún sitio ni bueno ni santo.

Víctor Chacón, CSsR