Amar y corregir, difícil pareja. Domingo XXIII del T. O.

Romanos 13, 8 nos hace una buena síntesis de la práctica concreta de la fe: “A nadie le debáis nada, más que el amor mutuo; porque el que ama ha cumplido el resto de la ley”. Cualquier mandamiento se resume en una concreta realización del amor. Amor que no daña y que busca el bien propio, el bien de los hermanos y la alabanza y gratitud a Dios. El amor por tanto se convierte en la clave primera y esencial de la moral cristiana. Esto ya lo sabía San Agustín -Doctor de la Caridad- cuando dijo: “Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor. Si tienes el amor arraigado en ti, ninguna otra cosa sino amor serán tus frutos”.

 

La dificultad viene en ese “corregir con amor”. Hoy nos lo pide el evangelio incluso. Vivimos en la cultura del ego hinchado y frágil, donde en general, tenemos poca resistencia a las críticas y correcciones. Y hay gente que, o bien se desmorona a la menor corrección o se siente muy herida si no le dan un aplauso o una alabanza… Es cierto que la corrección ha de hacerse con amor, con sensibilidad y delicadeza. Pero ha de hacerse. No podemos omitir ciertas palabras, ciertas actuaciones, por comodidad y por no complicarnos la vida. La actitud pasota y desinteresada comulga mal con la fe cristiana.

 

Se corrige en privado, se felicita en público. Es cuestión de educación y de respeto a la persona. Jamás buscamos humillar o denigrar. El Evangelio también lo entiende así: “Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano”. Si no hubiera signos o efectos de esta corrección, el evangelio pide uno o dos testigos, para dejar cuenta de que se ha actuado. Y si no da eso resultado, que sea ante la comunidad creyente… pero no en la plaza pública, sino ante aquellos que comparten vida y fe. Aquí hay un precioso sentido de familia, de compartir lo bueno y lo malo, el sufrimiento de uno de sus miembros… de dar apoyo fraterno en lugar de desentenderse de él. La comunidad cristiana está llamada a ser esto, lugar donde se acoge a todos, se llama a crecer a las personas, se forma espiritual y humanamente (aprendemos unos de otros) y nos corregimos mutuamente, y todos entramos en el pack. No hay nadie que no deba ser corregido o que esté por encima de los demás.

 

Es importante que nos preguntemos esto: ¿Me dejo corregir por los hermanos, tengo esta humildad? Y también la contraria: ¿Estoy dispuesto a corregir con amor y delicadeza a otros o prefiero desentenderme de las situaciones que veo injustas y no complicarme la vida? Pongamos más corazón y fraternidad a la vida cristiana. Dios nos llama a crecer en el sentido de fraternidad. Durante demasiado tiempo se ha predicado y fomentado un estilo de ser creyentes como un camino de santificación individual y excluyente… esto es una aberración que no tiene apoyo en las Escrituras. Sin sentido de pueblo de Dios y de comunidad creyente caminamos ciegos y solos, sin posibilidad de ser corregidos y de crecer en un amor y una fe realista y concreta: en el que soy parte de algo más grande, de la humanidad que Dios amó y por la que se entregó colectivamente, solidariamente. No dividamos la salvación que Dios nos trae en grupos o personas espirituales… aceptemos al Dios que eligió un pueblo, caminó con él y predicó la salvación universalmente. Ama y haz lo que quieras, pero ama a tu hermano, no hay otro camino.

 

Víctor Chacón, CSsR