De consolaciones y temores. Domingo II de Adviento.

«Consolad, consolad a mi pueblo —dice vuestro Dios—; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle,
que se ha cumplido su servicio y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados». La profecía de consolación que hace Isaías es sobrecogedora… Habla de un perdón gratuito e inmerecido al pueblo. Una “amnistía espiritual”, el que podía cobrarse la pena e infligir el castigo no quiere hacerlo, es más, Dios paga en nuestro lugar. Ése y no otro es el sentido profundo de la palabra redención: “comprar o pagar a precio de sangre, con la propia vida”. Dios nos deja profundamente libres y sanados, sin deudas pendientes, sin castigo que nos espere, sin guadaña sobre la cabeza… no hay amenazas sino un profundo y compasivo amor misericordioso que conoce todo de nosotros y que se resiste a ver sólo lo malo, lo imperfecto u opaco. ¿Vivimos como personas que ya han sido salvadas? ¿O seguimos creyendo que hemos de conseguir, con méritos y esfuerzos propios, nuestra salvación? Esta última postura anula la gracia de Dios, su generosidad, su entrega en la cruz y desfigura la redención, haciendo pensar que “sólo una élite se salvará”. No tiene sentido. Eso contradice la predicación universal de Jesús, su entrega compasiva a todos, especialmente a pobres, leprosos y prostitutas… “que nos llevan la delantera en el reino de los cielos”. O la vida cristiana la vivimos desde la gratitud y alabanza de los que han sido salvados… y caminan de día en día hacia el abrazo misericordioso del Padre… o es un burdo comercio, en el que pretendo “comprar” o conquistar a Dios y su reino al más puro estilo farisaico.

Dice el salmo 84: “La salvación está cerca de los que le temen, y la gloria habitará en nuestra tierra”. Pero ese temor no es una invitación al miedo de un Dios caprichoso e iracundo… sino que es el “temor reverencial”, el respeto al que es más Grande, más Santo, más Sabio, más Bello… Me acerco a Él con ese respeto, descalzando mis pies en su presencia, y buscándole no solo en el Templo o los lugares sagrados. Aprendiendo a descalzarme también en cada hermano que me habla de él, en cada cosa de mi vida que no entiendo y donde le presiento presente. Esta actitud creyente ha de ir impregnando toda mi vida, porque o soy creyente siempre y en cada lugar y con cada persona o no lo soy nunca… E de ir dejando que él, y su gloria cale en mí, me empape. A Dios no hay que tenerle miedo y sí un infinito cariño y respeto. Aprendamos a descansar en un Dios así: tierno, fuerte, alegre y salvador… porque imaginarlo de otro modo es deformar su mensaje y su deseo de salvarnos.

Juan Bautista proclamaba:  proclamaba: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo y no merezco agacharme para desatarle la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo». Juan Bautista aparece predicando y sanando a lo más enfermo y perdido de la sociedad. Ayudando a que cambien de vida, a que den un giro total a su existencia. Y él, que no merece ni tocar las sandalias de Jesús, humildemente les dice: y “el más fuerte” os dará el Espíritu Santo. Un bautismo de fuego y de luz, de viento impetuoso que nos sacude y nos deja más libres y despiertos, centrados en lo esencial. Sin tantas preocupaciones absurdas. No hay nada como experimentar algo que amenace la vida (enfermedad, accidente, muerte cercana…) para darme cuenta de qué es lo importante y qué lo superfluo. El Espíritu viene a hacer eso, centrarnos en lo esencial, darnos la luz y el consuelo de Dios, hacernos sentir su perdón y la gracia que Él ha puesto dentro de nosotros. Escuchándonos y escuchando así, con esta conciencia de estar habitados, llegamos a Dios más fácil. ¡Benditos los pies del Bautista que bañaron a tanta gente en espera del Espíritu y con sed de Dios!

Víctor Chacón, CSsR