Domingo XII del tiempo ordinario: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?».

 

La escena de hoy nos lleva al mar en todas las lecturas, exceptuando la segunda. “Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba en la popa, dormido sobre su cabezal. Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?»”. Resulta llamativo el contraste: los discípulos en pánico casi ante la tormenta que les amenaza y el Maestro, tan tranquilo, plácidamente dormido en la barca. ¿Nos habrá abandonado el maestro? ¿Se está desentendiendo de nosotros? No, nos está dando tiempo para que gestionemos la tormenta y busquemos, por nosotros mismos, una buena solución. Jesús no actúa sin que se lo pidan. Él no sustituye a nadie, no quita la iniciativa a los discípulos, no va de “prota” guay, de salvador de nadie o de superhombre. Aunque lo era. Las tres cosas son ciertas en él. El actúa solo después de la petición de los discípulos, no hace exhibición de su poder antes. Dios es así de respetuoso en nuestras vidas, sólo actúa a demanda. Tiene un exquisito respeto por la libertad humana.

El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Jesús asocia estas dos ideas y las opone: miedo y fe. Tenéis miedo porque vuestra fe está flojita. Tenéis miedo porque aún no confiáis plenamente en mí. No sabéis el alcance de mi poder. No sois conscientes de que, si os pusierais en mis manos rendidamente hallaríais la mayor de las paces, seguridad y tranquilidad como para calmar cualquier tormenta que os venga. La fe hay que entrenarla y se entrena en oración: cultivando la escucha, la meditación, el dejar espacios de calidad en mi vida a Dios (no rezar por cumplir un propósito o una costumbre). Rezar para que Dios me influya, su Palabra resuene en mí, su fuerza me habite, su poder me anime, su gozo me llene…

Corintios da una clave muy valiosa y oportuna: “Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos”. Esta es la clave de la vida del discípulo de Jesús. Se vive con otro sentido -el de la entrega- y con otro horizonte -el hermano/a- y no viviendo para uno mismo. El egoísmo es la raíz de todo pecado pues es la cerrazón del amor a Dios y al prójimo. La gracia de Dios me abre a un modo de vida no egoísta sino profundamente compasivo con mis hermanos y solidario, me hace compartir y ser con otros. Aprender el camino de la comunión, la fraternidad, la familia, la Iglesia. El milagro de la tempestad calmada no deja de ser una llamada de atención seria a los discípulos: queridos, no os preocupéis tanto por vosotros mismos. La verdadera tormenta es otra, que te alejen de la fe en mí, que te imbuyas en un modo de vida “encerrado en tu propia carne”, en tus gustos y placeres, en tus caprichos y obsesiones… por eso la fe es tan terapéutica. Abre ventanas y abre el corazón a Dios y a los hermanos. Permite que entre aire nuevo, que se pueda respirar. Alejad de vuestra vida el miedo y el egoísmo, éste me parece sin duda el mensaje de la Palabra para este domingo.

Víctor Chacón, CSsR