¿Dónde está tu tesoro? Domingo XVII del Tiempo Ordinario

El ángel de Dios se apareció en sueños a Salomón y empleó una fórmula más propia del genio de la lámpara que de otra cosa: “Pídeme lo que deseas que te dé”. Sería interesante ponernos también nosotros en este supuesto y ver qué nace de nuestro corazón, qué inquietudes salen de dentro. Lo curioso es que Salomón se aleja del común de los mortales y pide “un corazón atento para juzgar al pueblo y discernir entre el bien y el mal”. Pide ¡sabiduría y discernimiento! Su temprana vocación de rey inexperto le aprietan y quiere cumplir bien su labor. Dios premia su humildad y su grandeza de corazón. No ha pedido nada para sí mismo, ni riquezas, ni salud, ni familia… sino para su pueblo, para ser buen rey.

A nosotros se nos olvida bastante pedir el don de discernimiento. Muy probablemente porque no lo conocemos y no lo valoramos. Pero es quizás una de las cosas más sublimes que puede alcanzar el ser humano. Ser capaces de distinguir, sopesar, juzgar y tener un espíritu crítico que permite elegir lo mejor para edificarse uno mismo o ayudar a otros. Muy cercano a la sabiduría y va más allá de la inteligencia, porque no solo es algo racional, sino que involucra mi espíritu. En el fondo, y simplificando mucho la cuestión, discernir es acertar a ver claro dónde está la voluntad de Dios (a realizar) y dónde los engaños y entretenimientos humanos (a evitar).

Tener a Dios en la vida compensa mucho, nos lo dice hoy San Pablo así: “A los que aman a Dios todo les sirve para el bien”. Si amas a Dios, si estás unido a Él, nada de lo que pase ocurrirá para tu mal o te tumbará. Podrás tener dificultades, pero las vivirás de la mano de Dios y nunca solo sino apoyado y sostenido por la fe, por el Espíritu Santo. Como dijo sagazmente D. Bonhoeffer “Dios no te salvará del dolor, sino en el dolor; Dios no te salvará del sufrimiento, sino en el sufrimiento”. Caminamos de la mano de un Dios sufriente, crucificado, que es cireneo de nuestras cruces. Él sabe bien cargar la cruz, compartamos su yugo.

Mateo nos deja tres imágenes del reino de Dios, tres parábolas de Jesús. El tesoro escondido en el campo y el comerciante de perlas finas se parecen mucho en su estructura. Un tesoro que se encuentra y llena de alegría al descubridor. Tanto, que vende todo lo que tiene, lo arriesga todo, por tener aquel tesoro… Vale más que todo lo que posee, no hay nada más valioso. ¿Exagerado? Quizás conviene que pensemos bien esto. ¿Cuál es mi tesoro, eso de tanto valor que centra mi vida y por el que soy capaz de arriesgarlo todo? ¿He descubierto la fe como un tesoro?

El reino de los cielos se parece a una red que echan al mar y recoge toda clase de peces… que luego serán separados -discernidos- al llegar a la orilla. De nuevo discernir, nos conviene aprender esto. A colocarnos en el lugar donde debemos estar. A no excedernos ni tomar caminos absurdos o sin salida. A ponernos en disposición de encontrar el tesoro y no contentarnos con lo que se ve en la superficie del campo. Sin duda hay una llamada a profundizar y cavar en nuestra vida de fe este domingo.

Víctor Chacón, CSsR