El empeño de Dios. (Dom II del T.O.)

 

Isaías nos dice de una manera tan contundente como clara cuál es el empeño de Dios: “Por amor a Sion no callaré, por amor de Jerusalén no descansaré, hasta que rompa la aurora de su justicia, y su salvación llamee como antorcha”. Dios ni calla ni descansa hasta que finalmente su pueblo viva en la justicia y la salvación. Es una declaración de intenciones. Él no parará hasta salvar a los suyos. Es su plan y su proyecto. Que ya no vivan “abandonados” y “devastados”, sino “predilectos” y “desposados”, profundamente amados.

Pero esto sólo ocurrirá si los creyentes aprendemos a vivir en docilidad y escucha del Espíritu, así lo recuerda la carta a los Corintios: “Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos.  Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común”. Necesitamos reaprender este lenguaje del Espíritu. Buscar los carismas que Él otorga, discernirlos, facilitar que cada creyente indague en sí mismo y busque la obra de Dios en Él. Esto no son “ocurrencias” o “modas modernas”. ¡Es el Evangelio! ¡Es la dinámica de las primitivas comunidades cristianas! Y con tristeza he de decir que lo hemos olvidado en muchos lugares. Nos cuesta crear esta dinámica de escucha, acogida y colaboración con el Espíritu, donde nadie es más que nadie, donde cada uno tiene su carisma y éste se entrega al bien de la comunidad y allí también se discierne. “Él obra todo en todos”, ¿creemos esto? Es la tarea permanente de la comunidad cristiana: pensar, acoger, discernir lo que el Espíritu quiere de nosotros y suscita en nosotros. De lo contrario vagamos absurdamente de espaldas a Dios y a su proyecto.

Vayamos a Caná de Galilea. A las famosas bodas donde Jesús hace su primer “signo” como lo llama Juan. Para este evangelista los signos tienen dos funciones: suscitan la fe de los discípulos y manifiestan la gloria del que los realiza. Jesús está mostrándose públicamente, revelándose, ante aquella gente tal y como es: Hijo de Dios. Capaz de obrar milagros, por el poder divino que posee. Estos “signos” manifiestan siempre la presencia salvadora de Dios (como en Ex 3, 20). Jesús obra estos signos no para lucirse, él no quería obrarlo, sentía que “aún no era su hora”. Pero su madre se lo pide, le expone la realidad de su pobreza: “No tienen vino”. Algunos santos han leído aquí la pobreza del pueblo de Israel, que falto de fe y de obras necesitaba un acto de Dios para creer.

Me parece valiosa y oportuna la interpretación simbólica que se fija en las vasijas de piedra. Estaban destinadas a las purificaciones de los judíos (2, 6). Un rito de perdón, de purificación, que hace intuir -por la abundancia de vasijas- que algo no marchaba bien en aquella familia. Pudiera ser una enfermedad, que requiriera de tal abundancia de agua para purificarse, o bien una situación de pecado, de desorden. En cualquier caso, desde esta óptica toma aún más fuerza que Jesús transformase aquella agua de sufrimiento y debilidad en vino de fiesta y celebración. Cristo redime la situación de aquella familia, los salva con su poder. Permite que la fiesta siga y las bodas se celebren con gloria. Realmente impresiona lo que supuso este primer signo de Jesús. Que Él cambie también el agua de nuestra pobreza y falta de fe en vino de fiesta y gozo por su Reino.

Víctor Chacón, CSsR