Las carcajadas de Dios (Dom. IV de Adviento)

A veces perdemos contacto con la realidad y no nos damos cuenta. Parecen muy contundentes nuestros razonamientos, pero comenzaron con un error de bulto. Y partiendo del error, cuanto más lógico, peor. Algo así le ocurre al gran Rey David, en la lectura de este IV domingo de Adviento. Había llegado a un momento de serenidad en su vida, sin enemigos, con paz. Y decide en su gran corazón construir un templo para Dios, porque piensa “yo habito en una casa de cedro, y el arca de la Alianza está en una tienda”. Parece lógico. Dios se merece algo mayor y mejor. David quiere honrar a Dios, darle gloria, pero provoca sus carcajadas divinas… Dios sorprendido, clama a través del profeta Natán: “¿Tú me vas a construir una casa para morada mía? Yo te tomé del pastizal, de andar tras el rebaño, para que fueras jefe de mi pueblo Israel. He estado a tu lado por donde quiera que has ido, he suprimido a todos tus enemigos ante ti y te he hecho famoso…” (2 Sam 7). Eso era una manera de decirle: te olvidas querido David, que tú eres mi siervo, y colaboras conmigo, no yo contigo. Son mis planes los que tienes que buscar realizar, no los tuyos. Si quieres darme gloria, edifica una casa para tu pueblo, no para mí. Preocúpate de tus hermanos, no de mí.

David había perdido contacto con su condición de siervo de Dios. Después de una historia de batallas, luchas y victorias, después de vencer al gigante Goliat y encumbrarse a la gloria de Israel se creía él vencedor, poderoso y salvador. Había olvidado que él sin Dios no es nada. O dicho de otro modo: que él debe todo a Dios, ¡TODO!: su vida, su nombre, su fama, su misión. Él fue elegido (1 Sam 16), el menor de siete hermanos, no por su belleza, fortaleza o grandeza, sino por pura gracia de Dios. Elegido y amado por Dios sin haber hecho nada para merecerlo. Como cada uno de nosotros. Cuando nos creemos con derechos ante Dios por nuestra vida religiosa, nuestra buena conducta o méritos, lo estropeamos todo. “El hecho de creer en Dios y de adorarlo no garantiza vivir como a Dios le agrada” dice el Papa Francisco en Fratelli tutti. Y nos golpea donde más nos duele, en el orgullo. No es la mera profesión de fe de los labios lo que nos une a Dios, ni la alabanza.

“Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes” dice un conocido proverbio. El verdadero creyente no cuenta sus planes a Dios, se interroga, permanece abierto ante la realidad, ante las llamadas de atención de la sociedad, de sus hermanos, pues sabe que en ellas clama el propio Dios. El verdadero creyente es alguien que escucha, que acoge y se muestra disponible a la voluntad divina, a sus planes. Justo al revés que David. He aquí el ejemplo nítido de María, la madre del Señor. Después de su sobrecogimiento ante el mensajero de Dios y sus palabras solo acierta a decir: ¿Cómo será eso?  Que era tanto como decir, ¿y cómo lo realizo? ¿cómo colaboro con Dios? No discutió, no le contó a Dios sus planes ni cuestionó su voluntad. Simplemente dio su “hágase en mí según tu palabra”. Y dio permiso a Dios para que pusiera patas arriba su vida. ¡qué valentía! ¡qué generosidad! ¡qué fe tan grande! Sabía que de Dios solo podía venir algo muy bueno, aunque no lo entendiera aún todo. Permaneció abierta al Misterio y dio permiso para que en ella se gestara. ¡qué escasa es esta actitud entre los creyentes! ¡Qué cerrados estamos a los planes de Dios, a sus palabras, a que algo cambie en nuestra vida! ¡qué paciencia tiene Dios con nosotros! Recordad también las palabras del Padrenuestro, Jesús nos enseñó a orar diciendo al Padre, “hágase tu voluntad” como hizo María. Busquemos esta actitud abierta, receptiva, orante… y ¡huyamos de la actitud de David!

Víctor Chacón, CSsR