“Los niños que no querían fiesta”

Hace ahora tres meses fui a despedirme de los niños de uno de esos comedores infantiles que los misioneros redentoristas dirigen en Santa Anita, que está en Lima, y que ustedes sostienen con sus pequeñas, pero siempre generosas aportaciones. Era jueves, después del almuerzo y los niños estaban pintando para mí unos dibujos, de su comedor o de su barrio. Otros me escribían una carta y me hablaban de su familia. Otros firmaban en un papel, con letra de los domingos. Otros se preparaban para disputar un partido de fútbol con el balón que Marisa, una joven entrenadora de fútbol, me había dado para ellos…

Todo sin mucha prisa, puesto que al día siguiente, viernes, no tenían clase por celebrar una victoria sobre aquellos españoles del tiempo de la colonia. ¡Je! Cuando uno quiere disimular los problemas de ahora celebra victorias sobre unos “malditos enemigos” de antes. Y entonces voy yo y como siempre, hablo y “meto la pata”:

– Bueno, pollos, dadme las cartas y los dibujos que me voy a España. Y vosotros a disfrutar de tres días de fiesta. ¡Qué suerte la vuestra!

– Yo no quiero feriado, salta un mocoso, con la velocidad del rayo y con cara sucia y de pillo.

– ¡Cómo que no quieres feriado, botijo!, digo yo extrañado. Si en tres días no tenéis clase…

– Pero tampoco tenemos comedor. Yo no quiero feriado…

Y aquí se abrió una nueva puerta, que permanecía cerrada para mí. Yo ignoraba todo lo que se ocultaba detrás de aquella puerta y, como para poder justificarme, aunque temía las respuestas, pregunté a “la doña” que dirigía el comedor:

– Oye, Giovanna, pero, ¿cómo es esto? Algo comerán, digo yo.

– Sí, algo comen. De repente, algunas mamás hacen olla común con los vecinos. Cada uno aporta lo que puede…

– Ya. Y ¿si no hay olla común?

– Pues mendigan o hacen algún trabajito y les regalan un pancito o una fruta… Y si una mamá tiene un sol les apunta al “vaso de leche”; un vaso de leche por la tarde.

– Y los otros

– Y otros duermen más tiempo para no tener hambre…

– Y…

– Y algunos, no pocos, nada, sólo agua. Pero casi todos comen algo…

Cada doce meses, llega la Navidad y a todos se nos ablanda el corazón. O llega la Cuaresma, el día del ayuno voluntario, la campaña contra el hambre, y los cristianos haremos algún sacrificio, claro está. Nos privaremos del tabaco por un día o no tomaremos carne los viernes, daremos una limosna al pobre de la esquina, aunque acaso maldigamos a tanto emigrante “desarrapao y maloliente” o nos empacharemos de críticas y malos humores… Y así quedará adormecida nuestra conciencia por unos días, pero la pregunta, la misma que no quiso contestar Caín, está ahí: “¿Dónde esta tu hermano?” La cosa va más allá de la Cuaresma o de la Navidad. La cosa va más allá: sólo ayuna el que tiene para comer. El que no tiene, no ayuna, simplemente se muere de hambre o sobrevive como puede. Para poder ayunar, antes hay que comer. Y no puede ayunar el que no ha comido. Resumiendo: el ayuno es cosa de ricos, no de pobres. Pero no me haga mucho, sólo es un desahogo tonto. Practique el ayuno y la abstinencia; eso si, con buen humor y buscando el auténtico sentido: ¿Cuál es el ayuno que Dios quiere?

Y aquí se acaba la historia del ayuno obligatorio de aquellos niños de Lima, que no querían fiesta. Muchos de ellos se me colaron dentro. Tengo sus cartas y dibujos a mi lado. Tengo, al cerrar los ojos, presentes sus miradas tristes y esperanzadas. Tengo en mi memoria algunos de sus nombres, cada nombre con unos ojos tristes. Tengo también, muy dentro, los besos que me dieron y el recuerdo de los mocos que me pegaron. “Casi todos comen algo”, sigo repitiendo yo para suavizar el problema y acallar mi conciencia… Aún hoy, no sé como esquivar su rostro acusador: “gracias por tu visita, pero, ¿qué más?”

P. Arsenio, CSsR