“Amigo, sube más arriba bajando más abajo”. Domingo XXII del T. O.

El exceso de confianza en uno mismo (“ego” le llamamos a veces) puede traernos grandes desgracias cuando conducimos un vehículo, cuando hacemos negocios y cuando tratamos con personas entre otras muchas cosas. En los tres casos se ve evidente. El exceso de confianza-seguridad en uno mismo lleva a menospreciar peligros, a tomar decisiones imprudentes, a pisar el acelerador y olvidarnos que somos muy “humanitos” y muy frágiles. En los negocios también es obvio, el exceso de confianza no ayuda, no guía a tomar decisiones sabias, reflexivas, prudentes… uno se fía demasiado de su buen olfato y de su experiencia y fácilmente se guía por el instinto sin mirar ni ver más allá. Es la soberbia que nos ciega. Hay como un eclipse del otro, dejándonos llevar por la grandeza o bondad que vemos o queremos ver en nosotros. Las relaciones humanas también se ven muy tocadas por este defecto tan común: soberbia, orgullo, prepotencia… actitudes que fácilmente desembocan en querer dominar al otro, controlarle, tomar posesión de él, de su voluntad, “hacerle a mi manera” sin respetar la imagen de Dios que el Buen creador puso en él singularmente distinta a la mía, y no por ello, menos bella y valiosa. La dinámica cristiana no puede ser la del ego, no ha de serlo.

Por eso señala el Eclesiástico: “Muchos son los altivos e ilustres, pero él revela sus secretos a los mansos. Porque grande es el poder del Señor y es glorificado por los humildes. La desgracia del orgulloso no tiene remedio”. Dios se revela solo a los mansos y humildes, no a los altivos e ilustres. En ellos no encuentra oído para sus preceptos, estos ya se creen muy buenos y justos y sabios, por eso no escuchan la Palabra de gracia. La llamada a la humildad es irrevocable y precisa. Humildad viene del latin “humus” que significa tierra. Ser humilde significa pisar la tierra, no dejarse elevar en pedestales que no nos corresponden, no acaparar ni buscar puestos altos, saber de qué barro estamos hechos. Y por eso mismo, no ir de sabios ni de justicieros, como sé mi debilidad no juzgo ni condeno a nadie, me vuelvo manso y comprensivo. Porque la paciencia y misericordia que yo necesito de Dios, he de comenzar a aplicarla a otros en mi vida. “No hagáis a otros lo que no queréis que os hagan” y “tratad a los demás como queréis ser tratados”. A esta senda nos invita la Palabra este domingo.

El evangelio parte de una observación concreta de Jesús: los convidados a la boda elegían los primeros puestos, buscaban lo mejor para sí. En cambio Jesús les dice: “todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido”. Cuidado a pretender una grandeza que supera mi capacidad. Cuidado a dejar de pisar el suelo, de que se me suba a la cabeza no sé qué puesto, qué sueldo o qué reconocimiento… y deje de hablar a las personas de siempre, y me crea más que otros. Por eso la enseñanza final sentencia de modo exigente y claro: “Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos”. No invites a quien te va a corresponder, no busques tu propia paga, tu halago, tu bienestar… si quieres ser justo y bueno, invita a quien no tiene ni puede pagarte. Da con generosidad y con corazón, no haciendo cálculos mezquinos, no buscando tu propio interés. Amigo, sube más arriba, bajando más abajo, más a la tierra como Jesús.

Víctor Chacón, CSsR