Asumir la propia debilidad. Domingo I de Cuaresma

 

No deja de sorprender. Jesús quiso ser tentado, no rehuyó las tentaciones, sino que las afrontó. Fue totalmente humano, también en esto. Nada queda fuera de su humanidad. Y es que, como dijo San Ireneo de Lyon: “Lo que no se asume, no se redime”. La única manera de poder salvar al ser humano era asumiendo nuestra debilidad, nuestras tentaciones y límites. Su solidaridad con nosotros implica que también tuvo que exponerse a los peligros y amenazas de ser hombre. Él no pasa de puntillas por nuestra historia, por nuestra condición, sino que entra hasta el fondo y se hunde -o por lo menos camina- por los barros que tantas veces nos enfangan a todos.

Benedicto XVI señala que las tres tentaciones hablan de Jesús, de su lucha interior, pero a la vez son una misma pregunta: ¿qué es lo verdaderamente importante en la vida humana? Dejando claro que toda tentación busca apartar de Dios y seducir con algo más urgente e importante, más atractivo. Dios pasa a ser algo secundario y casi molesto. La tentación no invita directamente a hacer el mal (eso sería demasiado descarado), sino que finge mostrar algo mejor, abandonar la “ilusión” de la fe y emplear nuestra vida en algo mejor y concreto: pan, fama o poder.

«Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan». Es la tentación de tenerlo todo, de vivir en la satisfacción de todas mis necesidades de manera inmediata. No ser capaz de posponerme a mí mismo, de preocuparme por otros, de cuidar a otros. Es el egoísmo disfrazado de amor sano a uno mismo. ¡Sáciate, cuídate, mira solo por ti! No te preocupes de otros.

«Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me ha sido dado, y yo lo doy a quien quiero. Si tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo». La tentación del poder, de la influencia, de la gloria humana. Ser aplaudido, ser admirado, ser quien rija, gobierne y domine a los demás. Despierta los bajos instintos más animales de todo ser humano. La tentación de dominio, de control de los demás. El sueño de poder decidir todo y hacerlo todo y a todos a mi gusto, a mi medida. Es sibilino. Solo la humildad es el antídoto, la de quien reconoce en él luces y sombras, bondades y límites. Bastante tengo ya con intentar gobernarme yo, como para gobernar a otros, podíamos decir.

«Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: “Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti, para que te cuiden”. Es la tentación del afecto, del ser querido. Que los demás satisfagan todos tus deseos y necesidades, que ellos vivan para ti, para tu gozo, para tu bienestar. Hay un profundo egoísmo implícito. Y se busca tentar a Dios, comprobar si la promesa de su palabra es cierta. Perversísimo. No cree en la Palabra, pero la utiliza para convencer. Es siniestro.

Solo hay un camino para superar las tentaciones y permanecer unidos a Dios: reconocerlas en nosotros. Hacer análisis, detección de ellas en nuestras actitudes, palabras, relaciones con otras personas. Y cuando las tengamos identificadas, nombradas, será posible buscar tratamiento. Mientras no. Si caemos en la autojustificación, en eludir nuestra responsabilidad, si evitamos buscar las verdaderas motivaciones que hay detrás de muchas de nuestras actitudes, palabras y hechos… permaneceremos en el autoengaño, seducidos por la tentación y alejados de Dios. Sólo un examen de conciencia profundo, sincero y lúcido nos puede liberar del orgullo y el espejismo del pecado. Que promete mucho, pero no ofrece nada valioso ni verdadero, ni bueno. Sólo Dios puede salvar. Y Él para salvar ha elegido pasar humildemente el camino de la tentación. Él no nos deja solos, te invita a atravesarlo con Él en esta Cuaresma.

Víctor Chacón, CSsR