Dios deshace tus excusas (Dom. V del T. O.)

Inadecuación e impureza son los sentimientos del profeta Isaías al entrar en presencia de Dios: «¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de gente de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey, Señor del universo». Cuántas veces nos salen a nosotros pensamientos parecidos: “no valgo”, “no sé”, “no puedo”, “esto es mucho para mí”… Pero si escuchamos bien, si somos creyentes sinceros, sentiremos pronto la acción de Dios que responde a nuestros sentimientos y reparos. “Uno de los seres de fuego voló hacia mí con un ascua en la mano, que había tomado del altar con unas tenazas; la aplicó a mi boca y me dijo: «Al tocar esto tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado»”. ¡Dios deshace nuestras excusas! Rompe nuestras limitaciones, capacitando, sanando, ayudando la debilidad de aquellos a los que llama. No permite que nos instalemos ni en la queja ni en el miedo. Sale al paso de nuestra condición y facilita el que podamos responderle como Isaías: “Aquí estoy, mándame”.

Como el salmista podemos decir: “Te doy gracias, Señor, de todo corazón, porque escuchaste las palabras de mi boca; (…) Cuando te invoqué, me escuchaste, acreciste el valor en mi alma”. La gratitud del creyente nace del sentirse profundamente escuchado y acogido por Dios, Él es siempre el Enmanuel (Dios con nosotros) y no se desentiende de su Pueblo, sino que continuamente busca su amor y su cercanía. Este salmo está en profunda conexión con Jer 29, 11-14: “Yo conozco mis designios sobre vosotros: planes de prosperidad, no de desgracia, de daros un porvenir y una esperanza. Me invocaréis, vendréis a rezarme y yo os escucharé; me buscaréis y me encontraréis, si me buscáis de todo corazón; me dejaré encontrar y cambiaré vuestra suerte, oráculo del Señor”. No hay razones para temer al Señor, su llamada o su actuación en nuestra vida. Él solo tiene planes de prosperidad, de salvación, de plenitud para nosotros. Las reticencias, los reparos, nacen más bien de los miedos humanos y de un corazón al que le cuesta creer en una Bondad ¡tan grande, tan generosa, tan desbordante!

Pablo redunda en esa bondad de Dios (el Evangelio que os anuncié, vosotros aceptasteis, en el que estáis fundados y que os está salvando), pero al mismo tiempo también se siente indigno: “no soy digno de ser llamado apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado en mí”. Es la gracia de Dios la que nos guía a los creyentes, si lo permitimos. Y es la gracia quien puede devolver la grandeza y la santidad, donde antes solo hubo debilidades, pecado y miseria.

El texto del Evangelio de Lucas resalta el primado de Pedro, su liderazgo entre los apóstoles. No habían pescado nada, pero aún así se atreve a fiarse del Maestro: “Por tu palabra, echaré las redes”. Y he aquí que la sorpresa no pudo ser mayor. Las redes a punto de reventar. Y Pedro sobrecogido ante el hecho, ante una situación tan milagrosa, solo sabe recordar (de nuevo) su condición de pecador, de hombre indigno: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador». Hicieron falta dos barcas para mover toda aquella pesca, en la mente de Lucas, algunos biblistas leen esto como las dos alas de la Iglesia, la judeo-cristiana y la pagano-cristiana, hizo falta colaboración, sinodalidad, trabajo en común. Una iglesia sola no hubiera podido abarcar toda la milagrosa pesca que el Señor suscitó. Con honestidad y humildad solo podemos sentirnos como Pedro, Pablo o Isaías: pecadores. Pero no solo. Somos pecadores y llamados. Pecadores pero sostenidos por su gracia. Somos pecadores, pero creemos en un Evangelio que actúa en nosotros y nos salva, y nos llena la vida y hasta nos desborda y causa estupor: ¡Qué sorprendente eres Señor! ¡Qué locura y qué regalo seguirte y ser sostenido por Ti!

Víctor Chacón, CSsR