“Dios me abrió el oído”, Domingo de Ramos de la Pasión del Señor

 

El himno del profeta Isaías que retrata al Siervo de Yahvé se cumple majestuosamente en la Pasión de Cristo. El desenlace de la vida de Jesús no es casual. Jesús no terminó en la cruz por accidente. Jesús murió del mismo modo que vivió: crucificado. Su vida siempre tuvo forma de cruz, en su vida siempre hubo dos direcciones: hacia Dios (en vertical) y hacia el prójimo enfermo, herido o pecador (en horizontal). ¡su vida siempre tuvo forma de cruz! Y nosotros sin verlo. Por eso la profecía de Isaías cobra vida y se cumple a la perfección en Jesús: “El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes”. Sentía a su Padre que le ayudaba a superar aquella crueldad, aquel ensañamiento inhumano, violento y repugnante. ¿Para qué le abre el oído su Padre? podemos preguntarnos… pues para tener una existencia compasiva. Para acoger los gritos de dolor y sufrimiento del mundo, de tantas personas, que muchos otros ignoran o tratan de tapar con otras distracciones. El siervo de Dios tiene los oídos bien abiertos y oye todo lo que pasa a su alrededor, escucha hasta las oraciones más intimas que casi ni salen de nuestro corazón, mucho menos de la garganta. Es un Dios cercano, “más íntimo a mí que mi propia yugular” que decía San Agustín.

Que no te confunda el Salmo 22: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Jesús sufre y padece el dolor de las torturas y males que le infligieron, pero no sufre solo. Y no, no tiene conciencia de abandono o ausencia de su Abba, Padre amado. Puede llevar a error el citar solo ese versículo del salmo 22, pero la oración sigue y Jesús cuando pronuncia estas primeras palabras (incipit) en la Cruz sabe cómo continua este salmo: Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme. Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. «Los que teméis al Señor, alabadlo; linaje de Jacob, glorificadlo; temedlo, linaje de Israel». No hay abandono, hay una profunda fe en el Padre que le sostiene y al que volverá a alabar en gozo y plenitud en la asamblea.

La Pasión de San Lucas entre muchos otros detalles preciosos nos regala el profundo vínculo entre la Eucaristía y la cruz, el Jueves Santo y el Viernes Santo. «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía». Después de cenar, hizo lo mismo con el cáliz diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros». Las palabras pronunciadas en la Cena pascual con los apóstoles cobran vida de nuevo al verlo en la cruz con su cuerpo entregado, hecho polvo y su sangre derramada por nosotros. El corazón de la cruz es la Eucaristía, que es entrega de la vida de Cristo. También nosotros debemos caminar en esa entrega, en ese partirnos y repartirnos a los hermanos que necesitan pan, paz y consuelo. El corazón de la Eucaristía es la cruz de Jesús, no las podemos separar. La Eucaristía, banquete pascual y comida fraterna, no deja de ser también una ofrenda, un Sacrificio de la Nueva Alianza que nos une al Padre por la entrega del Hijo en el Espíritu. Somos suyos, entramos en un dinamismo de gracia, de muerte a nosotros mismos, de aprender a vivir negándonos (Filipenses), sacrificando la vida, ofreciéndola a Dios y desde Él, a los hermanos. Que nadie se engañe, el culto litúrgico no se puede separar del Amor fraterno. La alabanza y los cánticos no se pueden aislar del lavatorio de pies y de mancharse las manos con la sangre de los hermanos heridos, como otros samaritanos que Cristo nos pide que seamos. Seguimos sus huellas. Y sus huellas el domingo de Ramos tuvieron un tramo de camino de gloria y consuelo, de Aleluyas y alabanzas, de alfombras de Ramos y hierbas aromáticas… pero después vinieron los pasos a la condena, al rechazo, a la Pasión y a la muerte humilde del Hijo de Dios. También en estos difíciles pasos hemos de seguir al Maestro. No queramos solo las mieles, también el vinagre de la Cruz nos toca a veces. Pero tranquilos, Él lo bebe de nuevo con nosotros.