Domingo IV de Adviento, El signo de Dios

“El Señor, por su cuenta, os dará un signo. Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel”. El signo de Dios es sorprendente. Por un lado porque es de lo más normal y cotidiano: un niño más que nace en el mundo. Otro humano más. ¿Qué tiene eso de extraordinario? Que quien nace es el mismo Hijo de Dios, increado, Amado del Padre, Bendito por los siglos, Dios de Dios y Luz de Luz con el Padre y el Espíritu, Dios verdadero de Dios verdadero.

Nadie esperaba ni pidió tal gesto brutal de abajamiento y entrega, de limitación y amor desbordante. Hacerse uno con nosotros, entre nosotros. “Pasó como uno de tantos” dice la Escritura. Pero no lo era. El signo de Dios es encarnarse, asumir nuestra realidad, frágil, precaria, pero también amada y bendecida por Él. En la vida humana no solo hay pecado, sino también amor, bendición y gloria, reflejo de aquella gloria divina que Dios quiso poner en nosotros. Dios entra en la historia, se pone sandalias y decide caminar con nosotros, asumir mancharse, herirse, sufrir y gozar, reír y llorar, amar y experimentar rechazo… ¡increíble!

Hay una poesía en la liturgia de las Horas, que rezamos sacerdotes y religiosos que me encanta: “Hombre quisiste hacerme, no desnuda inmaterialidad de pensamiento. Soy una encarnación diminutiva; el arte, resplandor que toma cuerpo: la palabra es la carne de la idea: ¡Encarnación es todo el universo! ¡Y el que puso esta ley en nuestra nada hizo carne su verbo! Así: tangible, humano, fraterno. (…) Carne soy y de carne te quiero”. “Carne soy y de carne te quiero” nos dice Dios. No te subas muy arriba, que Yo, bajé para estar contigo. Te quiero de carne. En aprender a ser humanos, asumir nuestras limitaciones y sombras y ser felices con ello, se nos va pasando la vida. Ojalá nos aceptemos pronto como benditos y amados así, tal y como somos, de carne. Como el signo que Dios nos da.

Dice el Evangelio de Mateo que José no difama, “decidió repudiarla en secreto”, para no dañar públicamente su imagen, su honra. José decide guardar silencio y tomar distancia. Algunos biblistas dicen que también por temor sagrado al Dios que había “consagrado” a María con su Espíritu… que había tomado posesión de ella. Es importante reconocer esto: José se aparta de la norma establecida que hubiera sido repudiar. Ése era el pensamiento dominante, la inercia normal. Pero él es capaz de frenar esto, pensar, recapacitar, amar a María, discernir desde su fe y pensar qué es lo que quería sembrar en su vida… ¿rencor? ¿odio? No, María no merece eso, mejor me alejo de ella sin decir nada. José elige desaparecer, y eso en una cultura patriarcal y dominante es muy humilde y valiente, muy contracultural.

Algo interesante que está de fondo es la genealogía del Hijo de Dios que Mateo y Lucas recrean de manera diferente en sus evangelios. Se esperaría de la estirpe del Hijo de Dios, grandeza y gloria… sólo personas con grandes talentos y virtudes, llenas de santidad y sabiduría. Sin embargo uno analiza la estirpe de Jesús y hay de todo: malos y buenos, justos y pecadores, santos y otros que no lo son… ¡bendita normalidad! Jesús nace en una familia normal, sus antepasados no carecen de nada. Él vino precisamente a sanar heridas y redimir toda sombra y pecado que tenían sus antepasados. Cristo no viene a un mundo perfecto ni a una historia o familia perfecta, sino a la suya. Como desea entrar en tu vida y en tu familia. Para Dios no tenemos que “ser otros” y aparentar grandezas… mejor ofrecer humildemente lo que somos y tenemos, nuestra historia, nuestra casa, nuestra debilidad y gloria, nuestra humanidad. Él no quiere otra cosa.

Víctor Chacón, CSsR