Domingo VI de Pascua: Una comunidad de Amor sin fronteras

“Todavía estaba hablando Pedro, cuando bajó el Espíritu Santo sobre todos los que escuchaban la palabra, y los fieles de la circuncisión que habían venido con Pedro se sorprendieron de que el don del Espíritu Santo se derramara también sobre los gentiles…”. Este pasaje de Hechos da cuenta de que poco a poco se va construyendo una gran comunidad universal y sin fronteras, una gran fraternidad. Eso es, al fin y al cabo, la fe cristiana. Una forma de vida que iguala y hermana en una “Dignidad infinita” a todo el que se une a ella. Pedro, por fin lo ha comprendido: “Dios no hace acepción de personas, acepta a todo el que cree en él y practica la justicia sea de la nación que sea”. Frente a esto está la maldita manía humana de segregar, distinguir, hacer grupos o equipos separados donde unos son “los buenos” y otros “los malos”, todo depende de a quién se pregunte.

Con la carta de San Juan profundizamos en la razón de esta universalidad cristiana: “Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor”. La pertenencia a Dios la decide no ningún rito sagrado, no la afiliación oficial a ninguna iglesia o grupo… sino la capacidad de amar. Quien ama ha nacido de Dios y conoce a Dios, dice Juan. ¡Tremendo! Es la caridad, el amor concreto, lo que nos vincula a Dios. Y, por tanto, todo lo que nos aleje de la caridad será lo que nos aleje de Dios: el odio, los celos, la soberbia, la envidia, nuestros prejuicios y rechazos sobre otras personas…

“Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros”. Jesús reconoce que el Amor del Padre es su fuente para poder amar: como el Padre me ha amado…así os he amado yo. Amamos como somos amados. Por eso algunas personas aman tan mal, podíamos pensar. Damos el amor que recibimos. Y especialmente es importante llenar el depósito de los afectos en la infancia. Sentirse amado, protegido y cuidado es fundamental para tener confianza en uno mismo y una autoestima sana. Pero aun en aquellos casos, en los que la vida no ha facilitado una infancia feliz, la Iglesia debe manifestar y expresar el Amor de Dios a cada ser humano, por el simple hecho de serlo. Y cuando digo Iglesia, digo bautizados, cada miembro de la comunidad ha de esforzarse por evidenciar y hacer llegar ese amor de Dios al prójimo. Para que el otro sepa que es amado. Sin ese amor inicial motivador, imposible amar a Dios ni a los otros ni cumplir los mandamientos.

El discurso de los mandamientos tiene también plena cabida aquí. Si amamos a Dios, buscamos unirnos a Él, a su voluntad. Querer lo que Él quiere. Por eso amar a Dios y cumplir sus mandamientos van unidos. Es la unión de voluntades lo que Jesús proclama y a lo que nos invita. ¿Cuánto de presente tengo yo la voluntad de Dios en mi vida? ¿La busco en verdad? ¿Me esfuerzo por descubrirla?

“Para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud”. Todo este proceso de creer y amar, ha de ayudarnos a vivir en el gozo. En la alegría profunda de saber que todo descansa en las manos de Dios. Que de Él venimos y hacia Él vamos. Que, donde no llegamos solos, llega su Espíritu y su gracia… por eso “no pretendemos grandezas que superan nuestra capacidad” como dice el salmo, sino que vivimos en la autoaceptación radical, de conocernos y amarnos a nosotros mismos, porque tenemos claro el Amor infinito y desbordante de Dios, que nos quiere para sí tal y como somos. Que nunca nos rechaza, ni espera que cambiemos para amarnos. La experiencia de sentirse amados incondicionalmente es fabulosa. ¡Oremos para que se dé en nuestras comunidades! Que cada persona que se acerque a la Iglesia se sienta amado profunda y sinceramente sin “peros” ni excusas, pues ahí empieza la verdadera fe y el encuentro con Dios.

Víctor Chacón, CSsR