Domingo VII del tiempo ordinario. La santidad del amor.

 

El amor nos hace santos, nos santifica porque nos une a Dios, que es amor. “Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No odiarás y no te vengarás ni guardarás rencor” dice la Primera lectura. Prohibido odiar… Lo nuestro es ser amables, en su sentido más literal, el sufijo “-able” en castellano significa “lo que es capaz de/o tiene la cualidad de”, de ser amado, sería en este caso. Si soy amable es porque le pongo fácil a otros que me quieran, que se acerquen a mí: no soy arisco, no respondo de cualquier modo, mis formas no son duras… ¡Todo lo contrario! Me dejo amar fácilmente y trato de amar a otros (como a mí mismo).

Estamos llamados a parecernos a Dios, al Padre bueno que “No nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas”. No vamos por ahí pagando con la misma moneda… Devolviendo el mal que recibimos. ¿O sí? Sé humilde, “no te creas con derecho a juzgar a nadie solo porque pecas de una manera diferente a él” leía hace poco en una publicación en Internet. Tú tienes tus debilidades y él, las suyas. Sé comprensivo, como Dios lo es contigo. Nunca sabemos qué es lo que el otro está pasando o viviendo cuando hay agresividad, rencor o mal humor o tristeza. Ponte en el lugar del otro, prueba a caminar con sus zapatos y su bastón, con sus muletas y sus dolores… y lo entenderás todo.

El mandato de amar al enemigo que hoy escuchamos se recoge al final del sermón de la montaña de Jesús. Supone un paso más allá de lo que estaba mandado hasta entonces, de lo que era lógico y común (odiar al enemigo). El fundamento para dar este paso adelante aparece claro:  parecerse a nuestro Padre del cielo que es bueno y justo con todos, que no hace distinciones. Él es la razón de nuestro amor a todo ser humano, incluido el enemigo. A veces rechazamos visceralmente este mandato evangélico porque nos suena imposible e impracticable. ¿Quién puede realmente amar a su enemigo? ¿Cómo se hace esto? Nos imaginamos que Jesús nos está pidiendo que seamos cariñosos con nuestros enemigos o que les tratemos con confianza, con afecto… pero Jesús jamás dice esto. El verbo que Jesús emplea para hablar de este amor no es philéô (amor de amistad) sino agapáô, que denota sobre todo manifestaciones de respeto y benevolencia.

¿En concreto, qué significa esto? ¿Cómo puedo yo ser respetuoso y bondadoso con “mi enemigo”? Al menos desde cuatro sencillas actitudes: 1) No hacerle mal, no devolver mal por mal, poniéndote a su nivel. No hacer lo que tú consideras que está mal hecho. 2) No desearle el mal, “no odies de corazón a tu hermano” (Lev 19, 17). 3) Desearle el bien. Y esto puede ser perfectamente desear que se convierta, que cambie de actitud. De hecho, Jesús enuncia este precepto de amar al enemigo vinculado a la oración, “orad por los que os persiguen”. 4) Estar dispuesto, si la ocasión se presenta, a hacerle un bien.  Como se aprecia desde estas sencillas propuestas Jesús no nos está pidiendo que nos hagamos violencia a nosotros mismos demostrando a otros un afecto que no sentimos, no nos pide falsedad ni actuación fingida. Pero sí un abandono de la maldad y la venganza, del odio, para ser hijos de nuestro Padre Bueno, que a todos sus hijos ama y a todos cuida y comprende.

(La reflexión del amor al enemigo es de M. Gelabert, Vivir en el amor. Amar y ser amado, San Pablo, Madrid 2005. Libro muy recomendable).

Víctor Chacón, CSsR