El Fuego de Dios y los extintores humanos. Solemnidad de Pentecostés

 

El término hebreo ruaj y el griego pneuma significan originalmente “viento fuerte”, “soplo” o “aliento vital”. Aire en movimiento que es capaz de mover otras cosas. La ruaj es una fuerza divina que activa, dinamiza, desplaza… Es curioso cómo esta “fuerza” actúa y cambia tanto exteriormente (como viento) como interiormente (como aliento vital). Nada escapa de su presencia. Al igual que el viento fuerte de una tormenta, limpia la hojarasca e incluso puede llegar a arrancar árboles, así el Espíritu en ocasiones “poda” nuestros sarmientos y nos hace unirnos más fuertemente a la Vid, que es Cristo.

El Espíritu Santo, don pascual del Señor resucitado, es quien nos santifica y nos transforma, quien desata dinámicas nuevas y liberadoras en nosotros. El Espíritu nos transforma en hijos de Dios, tiene poder de filiación. Por ello también nos hace hermanos, pues nos vincula a los otros hijos de Dios; tiene poder de comunión o integración. Sin que debamos confundir esta unidad que el Espíritu suscita con la uniformidad. Pues en lugar de hacernos fotocopias, el Espíritu suscita dones diversos, plurales y originales en cada persona:  “El viento sopla hacia donde quiere: oyes su rumor, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así sucede con el que ha nacido del Espíritu” (Jn 3, 8). O como señala Pablo a los Corintios en la segunda lectura: “hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común”. ¿Creemos esto realmente? ¿Lo ponemos en práctica en nuestras comunidades? ¿Estamos abiertos al Espíritu que actúa en el hermano, que también le consagró en su bautismo? ¿o solo nosotros -y los que piensan en nuestra línea- estamos “ungidos” por Dios?

El peligro y la gran tentación es oponer resistencia al Espíritu de Dios, no dejarle actuar en nosotros. Santo Tomás de Aquino decía esto que quedó recogido en las actas del concilio de Trento (s. XVI): “la gracia actúa eficazmente en los sacramentos si el creyente no pone óbice”. Traduzco: La gracia/Espíritu divino actúa en nosotros (a través de los sacramentos) si no ponemos obstáculo o resistencia. ¿Cómo ponemos nosotros obstáculo a Dios o le resistimos? ¡Uy de miles de formas! No oyendo su Palabra, no siendo personas de oración, actuando de manera cerril y testaruda, pensando mis planes como sagrados, actuando desde el egoísmo y la soberbia, cerrándome a cualquier corrección fraterna o comunitaria, no contando con los demás en mi vida, buscando mi “autosantificación” al margen de los hermanos y de la caridad… Asumiendo posturas fanáticas propias de quien se cree poseedor de la Verdad. Y podríamos seguir… este es el auténtico reto para nuestra Iglesia del s. XXI, para nuestras comunidades cristianas, para cada uno de nosotros. Ser y vivir auténticamente como hombres y mujeres del Espíritu, que hambrean la presencia de Dios, buscan su Palabra, disciernen su voluntad, no tienen todo aprendido, sabido ni cierto, están en búsqueda, están en espera, están en camino. ¡Que Dios y su santo Espíritu nos iluminen! Y nosotros acojamos esa luz, ese viento y ese fuego con docilidad y mansedumbre.

Víctor Chacón, CSsR