“El Verbo es la Luz verdadera, que alumbra a todo hombre” (dom. II de Navidad)

 

Dice San Alfonso en su novena de Navidad que “El Hijo de Dios se hizo pequeño para hacernos crecer, y se nos entregó para estimularnos en el don de nosotros mismos”. Dios haciéndose pequeño nos hace crecer, resalta nuestra inmensa dignidad humana, a imagen suya. Nos recuerda que llevamos su sello y que ¡hasta todo un Dios quiere ser hombre, humano, criatura! Locura de misericordia, Él se compadece tanto que desciende a nuestro nivel, a nuestra naturaleza.

Es la teología del admirable intercambio (S. Ireneo). La oración que hacemos los sacerdotes al echar la gota de agua en el cáliz en el ofertorio de la Misa, esa gota que nos representa a la humanidad: “El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina de Aquél que compartió nuestra condición humana”. Nosotros estamos en Dios porque Dios vino a nosotros. Nos ha mezclado con Él, como la gota de agua se mezcla con el vino y ya jamás puede separarse, porque el vino también traía agua en su composición.

La Plegaria IV de la Eucaristía tiene una profunda conexión que explica bien el sentido de la Encarnación: “A imagen tuya creaste al hombre y le encomendaste el universo entero, para que, sirviéndote sólo a ti, su Creador, dominara todo lo creado. Y cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca”. El Dios que adoramos en Navidad, el Dios que nace en Jesucristo es éste: el que confía y encomienda su Creación al ser humano. El que no nos abandona a nuestra suerte en la desobediencia. El que tiende su mano a todos, para que le encuentre el que le busca. A todos. Y siempre. Y también en otro lugar de la plegaria dice:  “a fin de que no vivamos ya para nosotros mismos, sino para él, que por nosotros murió y resucitó, envió, Padre, al Espíritu Santo”. Creo que en buena medida se juega aquí todo. En el “no vivir ya para nosotros mismos” sino para Él y los hermanos. En el acoger su Espíritu y buscar crecer, no hacia arriba como nos pide el mundo, sino hacia abajo. Como el mismo Dios hizo, como nos pide su Evangelio.

Dice Juan Evangelista: “El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre”. ¿Seremos capaces de vivir acogiendo esta Luz en nosotros? ¿Dejaremos que ilumine todos los rincones, todas las esquinas? De esta acogida de su Luz, del Verbo encarnado depende cambiar el horizonte de nuestra vida. Y no vivir ya “para nosotros mismos” como dice la plegaria, sino para Él y para los hermanos. Este es el corazón de la fe cristiana, del amor cristiano, capaz de todo sacrificio y de toda entrega. Quien no entiende esto y no busca vivirlo se aleja del Misterio de la salvación y de su propio gozo. Que Dios abra nuestro entendimiento y nuestro corazón para amar así y dejar que su Luz nos alumbre. ¡Feliz Navidad! de nuevo.

Víctor Chacón, CSsR