“Jesucristo, el Señor de todos”, Fiesta del Bautismo del Señor

 

¿Cómo actúa quien tiene el Espíritu de Dios? Contesta Isaías hoy: “He puesto mi espíritu sobre él, manifestará la justicia a las naciones. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no la apagará”. El enviado de Dios, que actúa con el Espíritu de Dios, obra con delicadeza, con ternura. No con brusquedad ni violencia. No apaga mechas vacilantes, no quiebra cañas cascadas, no grita, ni se impone, aunque traiga la justicia. A veces necesitamos revisar nuestros estilos y pedagogías en la Iglesia. El Mesías traía la salvación y actuaba con suavidad, sin forzar procesos, buscando la ocasión y el modo favorable; aunque no dejase de actuar y hablar con claridad. Hay aquí un equilibrio difícil de guardar, pero muy necesario hoy. Porque no es difícil que se confunda claridad con brusquedad; anuncio de la verdad con imposición soberbia. Muchas veces nos falta este “tacto” y equilibrio que la Palabra atribuye al enviado de Dios. Y los que deben ser pregoneros de Dios, llegan como mercenarios que arrasan sin cuidado ni afecto el terreno que se les confió, sin reconocer las obras buenas que Dios pudo ya sembrar allí por otros caminos. Es bueno hacer este ejercicio de conocer, escuchar y valorar antes de querer evangelizar. ¡nos podemos llevar muchas sorpresas! Muchas veces la gente humilde tiene una profunda experiencia de Dios y de lo sagrado, aunque les falten nociones y conceptos de fe. Es por eso que a veces el evangelizador es evangelizado también por aquellos a los que fue enviado. Y es bueno que así sea, que no estemos cerrados a que esto pueda ocurrir. Demuestra nuestra fe y apertura a Dios siempre y en todos.

Pedro nos hace caer en la cuenta de la belleza del Bautismo cristiano: “Ahora comprendo con toda verdad que Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Envió su palabra a los hijos de Israel, anunciando la Buena Nueva de la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos”. El bautismo engendra hijos para la familia de los que creen en Dios, la Iglesia. Una comunidad donde no hay acepción de personas, no debería haberla. Una comunidad donde se vive la fraternidad auténtica, se trata a todos como hermanos, se acoge, se recibe sin prejuicio a las personas y se las invita a una experiencia de fe compartida en la oración, la formación de fe, la caridad y el testimonio. Por aquí tenemos que seguir creciendo, así nos lo señala el libro de Hechos de los Apóstoles. Comunidades fraternas, donde fe y vida se comparten, donde nos sostenemos unos a otros y nos ayudamos a crecer humana y cristianamente.

Lucas relata con simpleza y a la vez profundidad el bautismo de Cristo: “también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia  semejante a una paloma y vino una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco»”. El bautismo de Juan, aparece en Jesús vinculado a su oración al Padre y a la manifestación del Espíritu. “Tú eres mi hijo amado” es la voz de Dios que uniéndonos a Él nos salva, nos santifica, nos integra en su Vida divina, nos llama a la comunión profunda con Él. Lo hizo de modo singular con su Hijo Jesús. Pero Él es el modelo de lo que Dios realiza en nuestro bautismo con cada uno de nosotros. Nos hace hijos elegidos, amados, consagrados… unidos a Él. ¡Qué maravilla! ¡Qué don inmerecido y fascinante! ¡Somos de Dios! Y a veces lo olvidamos. Llevamos su sello, el don de su Espíritu, que nos hace hablar, actuar y vivir con suavidad, sin gritar ni imponer nada por fuerza, como ungidos suyos que somos.

Víctor Chacón, CSsR