Lámpara es tu Palabra para mis pasos. (Dom III del T.O.)

“El sacerdote Esdras trajo el libro de la ley ante la comunidad. Leyó el libro en la plaza que está delante de la Puerta del Agua, desde la mañana hasta el mediodía, ante los hombres, las mujeres y los que tenían uso de razón. Todo el pueblo escuchaba con atención la lectura de la ley”. Celebramos el “domingo de la Palabra de Dios” por tercer año. ¡Qué importante y qué necesario que los creyentes valoremos, leamos y escuchemos; y sobre todo acojamos su Palabra! A veces necesitamos alguien que haga lo que el sacerdote Esdras, leer, leer incansablemente una Palabra diferente a la humana. Estamos saturados de palabras, algunas cansinas, otras interesadas, otras malintencionadas, que tratan de vendernos algo o persuadirnos de alguna cosa. Instagramers, políticos, publicistas, tertulianos y a veces también los sacerdotes… nos convertimos en  “profesionales de la palabra”, o mejor dicho de “las palabras”, de la verborrea. Pero cansan, hastían, no conmueven sino que remueven e invitan a dejar de oír, a cambiar de canal, a buscar algo diferente y auténtico. Eso diferente y auténtico, que anhela nuestro corazón, que necesita nuestra mente y nuestra vida se llama Palabra de Dios. Una Palabra que no nos regala el oído, no nos dice aquello que esperamos oír. Pero sí que ensancha nuestra vida, nos consuela a veces, nos desafía a crecer, a amar, a perdonar otras… nos empuja a la humildad y a la oración en medio de muchas luchas y adversidades. Una Palabra que aún siendo divina, pues está inspirada, es profundamente humana. Está hecha de vidas, de historias, de experiencias humanas: de pecado y de gracia, de sentimientos y de ideas de otros hombres y mujeres como nosotros, está hecha de negación y de afirmación a la voluntad de Dios.

Todavía alguno puede preguntarse, pero ¿por qué necesito yo la Palabra de Dios si ya hago muchas cosas santas en mi práctica de fe (rosario, adoración, santa misa…)? Pues por la dureza de nuestro corazón humano. Tendemos a hacer monólogos, discursos cerrados en los que nos autojustificamos, y buscamos “autosostenernos”, reafirmarnos al margen de Dios. Sólo la acogida sincera de la Palabra de Dios que nos desinstala y rompe nuestras inercias puede volvernos continuamente al camino de Dios, a sus senderos santos, a su voluntad. Las inercias humanas, nuestra pequeñez que busca seguridad en las cosas más mundanas y se enorgullece de sus “buenas obras”, nos aleja con frecuencia de Dios y de su Palabra. Por eso el salmista le dice a Dios después de escucharle: “Que te agraden las palabras de mi boca, y llegue a tu presencia el meditar de mi corazón, Señor, roca mía, redentor mío”.

Jesús actualiza y comunica mejor que nadie la Palabra de Dios. De hecho, ¡Él ES la Palabra de Dios hecha carne! Por eso su primera predicación en la Sinagoga de Nazaret no podía ser más impactante. Poniendo en vigor lo que Isaías escribió en su día: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor». Jesús nos dice como Testigo gozoso de la obra de Dios, lo que ocurre cuando acogemos esa  Palabra y nos dejamos llenar por su Espíritu: el Evangelio -la Buena Noticia- se proclama, se anuncia la libertad, hay sanación, liberación y gozo para todos los que sufren y los pobres. Su Palabra es transformadora y eficaz. Cambia los corazones. Renueva las mentes. Y nos empuja al compromiso y a la solidaridad con todos los sufrientes, con todos los marginados y pobres. A quien acoge esta Palabra le posee el mismo Espíritu de Dios que es misericordioso y fiel, que no abandona a nadie. Dios nos ayuda a ser “personas-para-los-demás”, totalmente compasivos, totalmente acogedores para quien más lo necesita. Abre los oídos y el alma, hermano, para que la Palabra te cambie.

Víctor Chacón, CSsR