Llamados a ser bendición como María

Somos hijos de una bendición, la de Dios sobre su Pueblo Israel. María recibe con sorpresa la bendición del ángel Gabriel. Y ella, a su vez, se convierte en bendición para los creyentes. Empezando por José y su prima Isabel, que experimenta el gozo de la presencia de María. Ella y la criatura que salta de gozo en su seno, Juan. ¿Somos nosotros bendición para los demás? Es una pregunta seria. E implica tanto como hacer un análisis de mi vida de fe. ¿Me experimentan los demás como bendición, se alegran de mi presencia, de mis palabras y obras? ¿O me temen y evitan? En este último caso, todavía nos queda mucho por aprender de María.

El segundo aspecto que María nos ayuda a entender es nuestro ser hijos. Pablo lo expresa así en su carta a los Gálatas: “Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: «¡“Abba”, Padre!». Así que ya no eres esclavo, sino hijo”. María es la que ofrenda su vida como “esclava del Señor”, pero pronto descubre que Dios la llama ¡como Hija! Y en su infinita humildad, Dios se somete a ella, en Cristo, como Madre de Dios. misterio que hoy celebramos. Así se convierte sin buscarlo en “la mujer más poderosa de la tierra”, que al mismo Dios instruye, educa y manda. Y como Hija de Dios aprende también a ser hermana y a ayudar a otros -apóstoles y discípulos- a crecer en fraternidad, esto es esencial. En el evangelio la obra de Dios en Jesús siempre sana e integra: curaciones, perdón de los pecados, liberación de malos espíritus, reconciliación,… en cambio la obra del maligno (Daimon, demonio, significa en griego “el divisor”) es separar y sembrar odio, desconfianza, recelos. María se suma a la obra unificadora de Dios y repara las grietas del maligno en los hijos de Dios, ella crea fraternidad.

El tercer aspecto que Lucas ofrece en su evangelio es apabullante: “María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”. María se deja habitar y transformar por el Misterio, por todo lo que ocurre y ella no entiende. Paciente, calla y espera que Dios ilumine su vida, que Él integre todo. Esta apertura al obrar divino de María distingue al verdadero creyente de quien no lo es, que siempre pretende marcar a Dios el paso. Ella se fía, escucha, atiende y desde la prudencia actúa con ternura de madre.

Víctor Chacón, CSsR