“Mensajeros de Dios, profetas incómodos”. Domingo IV del T. O.

 

“Suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca, y les dirá todo lo que yo le mande. Yo mismo pediré cuentas a quien no escuche las palabras que pronuncie en mi nombre”. El Pueblo pide un intermediario, uno de los suyos, que les acerque el mensaje de Dios y al que no tengan miedo de ver ni tocar. Un igual, alguien cercano. Ellos lo piden y Dios se lo concede.

Pero he aquí que la tarea de ser mensajeros es difícil, muy difícil… Porque a veces toca entregar mensajes difíciles de digerir. Cuentan que el emperador quiso visitar en vida a Santo Tomás de Aquino y oírle predicar y se presentó un día en su convento. El hermano portero acudió a decírselo. Y Tomás, ni corto ni perezoso le dijo al portero: Dígale al emperador que elija: “si quiere que hablemos no podré preparar la predicación de hoy. Si quiere oírme predicar, no podrá entrevistarse conmigo”. Me imagino el mal cuerpo que se le quedó al hermano portero camino del encuentro con el séquito del emperador. Son mensajes difíciles.

Mensajes que a veces denuncian injusticias o pecados. Mensajes que piden un cambio de vida, mensajes que confrontan con lo podrido y la herrumbre que hay en nosotros, mensajes que avergüenzan… ¿Cómo encajamos nosotros eso? ¿Nos dejamos corregir? ¿Somos personas mansas y dóciles que acogen con paciencia y cariño y una dulce sonrisa las correcciones ajenas? ¡Por supuesto que sí! La duda ofende. Pero a veces hay mucho que mejorar en la paciencia, el cariño y la sonrisa.

“Ojalá escuchéis hoy su voz: ‘No endurezcáis el corazón como en Meribá’”. La eterna tarea del creyente será esta escuchar la voz de Dios y no tratar de controlar o manipular el mensaje de Dios. Dejar a Dios ser Dios, ser libre y gobernar en su vida. No “domesticar a Dios”, no ponerle bozal al Espíritu Santo ni a sus audacias y creatividad. Esto es vivir abiertos, en permanente conversión, con la actitud del eterno discípulo siempre dispuesto a aprender de un maestro tan sabio, tan santo, tan admirable. Ojalá no se nos endurezca el corazón ni el oído.

El evangelio recoge una escena de sorpresa de la gente de aquel tiempo: “el sábado entró Jesús en la sinagoga a enseñar; estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como los escribas”. Jesús no solo dice cosas bonitas, él dice y hace. Su enseñanza tiene autoridad porque le ven curar, le ven perdonar pecados, le ven cómo trata a las personas. También nosotros como creyentes y discípulos suyos estamos llamados a esta coherencia. A esta profunda unidad entre lo que decimos (o creemos) y lo que hacemos y vivimos. Estamos llamados a una existencia que poco a poco se haga integrada, coherente y convincente. Y si no podemos desarrollar un ejemplo contundente y admirable, comencemos por pulir lo menos vistoso o al menos, ser discretos. No escandalizar siempre es un buen primer paso.

Víctor Chacón, CSsR