Necesitamos un Tabor. Domingo II de Cuaresma

 

Aún no ha terminado la Pandemia con sus innumerables consecuencias humanas, sociales y económicas; y ya tenemos abierta -desde hace dos semanas- una guerra en suelo europeo, en Ucrania, sembrando muerte, miedo y destrucción. Aún muchas familias no se habían repuesto del varapalo anterior y ya tenemos nueva crisis económica encima. Y por si fuera poco la sequía amenazando…

Necesitamos experimentar el consuelo y la convicción del salmista que dice: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?” (sal 26). pero esa experiencia de consuelo, de luz, de certeza de la presencia divina solo ocurrirá si nos ponemos a tiro: “Oigo en mi corazón: Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro”. Lo siento pero no, querido hermano, no puedes salvarte a ti mismo. No puedes darle solidez a tu vida tú solo. No tienes tu fundamento en ti. No te has creado. No te perteneces del todo. Solo tienes tu vida en préstamo, “arrendada”, te la han confiado. Te la han entregado como un tesoro precioso, valioso y hermoso; pero dime, por favor ¿qué harás con ella? ¿A quién servirás? ¿A quién amarás? ¿A quién defenderás? ¿Por quién van a ser tus desvelos y tus luchas? ¿Con qué actitud vas a enfrentar cada día: qué palabras, qué gestos, qué actitudes…? Todo suma… o resta. Como señala Pablo en Filipenses: “hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas; solo aspiran a cosas terrenas. Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo”. ¿A qué aspiras tú?

Lucas nos cuenta que Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan y los llevó a un monte alto a orar. Él no dice que fuera el Tabor. Y allí, mientras oraba Jesús, ocurrió algo: su rostro cambia y sus vestidos resplandecen. Aparecen las figuras de dos hombres: Moisés y el profeta Elías. Hablaban del “éxodo de Jesús” que él consumaría en Jerusalén, de su Pascua, de su pasión, muerte y resurrección. Hablaban de su misterio. Un misterio salvador. Pero también un misterio que encierra dolor, muerte y sacrificio. Sorprende que la gloria tenga que venir a través de la horrenda muerte en cruz. Descoloca. No se entiende bien. Por eso es misterio. Dios, a pesar de ser todopoderoso ha querido salvarnos, a través de una historia colmada de debilidades, horror y dolor que Cristo carga y asume en su cruz. Y mientras hablan de esto Moisés y Elías, ¡los tres apóstoles dormidos! ¡Ay Señor, qué frágiles somos! Igual aquí que en Getsemaní. Estos tres se dormían.

Cuando despiertan, una nube les cubre (símbolo de la presencia de Dios) y oyeron: “Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo”. Se repiten las palabras que se oyeron en su bautismo, éste es el Hijo amado, elegido, predilecto. Se les revela -de nuevo- la verdadera identidad de Jesús, vinculada al Padre. Y se les invita por tanto a actuar en consecuencia: escucharle. Acogerle, como tierra que recibe la semilla buena en sí, y la riega y la cuida, y se prepara para fructificar. ¿Cómo acogemos nosotros esa semilla buena que el Dios compasivo pone en nosotros? ¿Cómo es nuestra escucha? ¿Atenta? ¿Frecuente? ¿Ocasional? ¿Descuidada? Es bueno que revisemos esto en esta Cuaresma. No sea que nos durmamos como los tres apóstoles. Y es que necesitamos un “Tabor”, una experiencia de gloria y presencia de Dios en nuestra vida. Pero si no hay escucha, si no hay búsqueda del rostro de Dios, no habrá Tabor, ni gloria, ni luz. Pongámonos con alegría y decisión en sus manos. Él lo puede todo siempre. “Tu rostro buscaré Señor, no me escondas tu rostro”.

Víctor Chacón, CSsR